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Día: 23 de noviembre de 2013

REENCUENTRO

REENCUENTRO

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Mientras estos renglones se pierden por el mundo, de pantalla en pantalla, hasta el último rincón imaginable, voy al encuentro de corazones amigos para abrazarlos y recordar verdes años temerosos de amaneceres inciertos, cuando el silbato preludiaba el acto religioso que santificaba la jornada de cada día, con la bendición del padre Esteban.

Compartiremos hoy recuerdos del barrio, la acacia, el campo de abajo, la puerta principal, los zapatos Segarra, la capa, el traje azul marino, el pitraco, las cocletas, el patio central, las perolas, el rosario y… Zarco. Bueno, de Zarco no nos acordaremos porque preferimos pasar un día feliz.

Fueron años de hermanada solidaridad para emular la disciplina, los capones, el poliburó, las filas prietas y los crucifijos tenebrosos en las noches oscuras de ejercicios espirituales, cuando la capilla temblaba con las amenazas del fuego eterno, si el arrepentimiento no llegaba a nuestros inocentes corazones.

Supimos, sin que nadie lo anticipara, que el ingreso en el colpicio no tenía billete de vuelta, porque la suerte había decidido pasar corriendo por delante de nuestra ventana familiar sin ofreceros siquiera un saludo de bienvenida ni un pasamanos para ayudarnos a subir los escalones de acceso a la “puerta principal”.

Allí estuvimos juntos compartiendo corredores de camas en el «hipódromo», más tarde alcobas familiares, de cuatro en cuatro, – con “Ustedes son formidables” en el transistor que Rafael apagaba -, donde restaurar el insomnio entre sábanas protectoras, hasta que el silbato matinal vencía la noche quebrando el hilo de esperanza que partía en dos la realidad y el deseo.

Subíamos, cada cual con su yunta, las horas interminables de clase, encordados al hastío del pupitre, – ¿recuerdas, Laureano? -, en medio de los dos, aquel tintero blanco de porcelana y el tamborileo de los palilleros previo al castigo de cada día, mientras los plumines despuntados se esforzaban en reproducir entre renglones el mandato de los cuadernos de caligrafía sin evitar que la desgana tintara de azul los dedos.

Las horas de recreo en los soportales se estrellaban después contra la aritmética antes de asombrarnos con la historia sagrada, escapando a Hoyos Mari jugándonos el castigo entero del domingo que nos privaba de la aventura peliculera en el “Cristal”, “Montija”, “Marvi”, “Morasol” o “Roma”, dejándonos sin el desahogo de las faldas en el “Gua”, “Consulado”, “Tuna”, “Paraninfo”, “Jóvenes” o “Guetari”, tras libar sin respiro dos campanos de pitarra en la taberna vecina. Verdad, Enrique.

Esto había más allá de la alambrada que luego se hizo tapia, y los cotidianos pormenores se agigantaron hasta hacerse un punto negro de luz en el destino, cuando el reglamento ordenó el despido, poniéndonos a la puerta del colpicio con la vida por delante, para conquistarla con nuestras propias manos a golpes de esfuerzos, renuncias y sacrificios.