Un pétalo de flor es milagro sorprendente de la vida; una vela encendida, sobreabundancia de luz en soledad; un verso enamorado, prodigio de seducción; una sonrisa, antesala de la risa; un abrazo, rúbrica de amistad; una mirada, inesperado asombro de las pupilas; un encuentro, inicio del camino; una mano tendida, comienzo de resurrección; ¿y de qué es preludio un beso enamorado?

Por qué nuestro empeño en colgar del perchero los valores morales que nos humanizan; por qué no domina nuestros comportamientos, la razón que justifica la raza a la que pertenecemos; por qué la ética no forma parte del ADN universal; por qué hacemos hermanastra la solidaridad que nos confraterniza; por qué abandonamos la verdad que nos fortalece y postergamos el amor que nos libera.

Envejecen los dedos, no los anillos que anidan en ellos; se arrugan los cuellos, no los collares que de ellos penden; encanece el cabello, no las diademas que lo recogen; se deforman las muñecas, no las pulseras que las rodean. Pero hay una cosa clara: la riqueza material de los abalorios, no iguala el valor de la experiencia vivida, por mucho que se empeñen los escaparates en usurpar su dominio.


Cuando lo imprevisible da paso al amor inesperado; cuando la vida cotidiana se hace aventura amorosa; cuando lo natural se desnaturaliza; y cuando la desesperanza recobra la esperanza, no queda otra opción que responsabilizar al amor de la mudanza, culpar del entrañamiento al azar, abrazar lo inesperado, complacerse en el encuentro, ajustarse los crampones y caminar junto a la persona encontrada vida arriba hacia la felicidad que espera.

Una flor obligada a sobrevivir en un jarrón anticipa en los pétalos su ajamiento; un jilguero cantando en la jaula, mensajea con su trino el deseo de liberación; y una persona prendida con imperdible bendición y lazo de firma a otra persona sin desearlo ya por desenamoramiento, acaba dolorida, deshabitada y sin vida propia si no se desprende del prendimiento.

Huyen emigrantes sureños hacia opulentas y sobradas tierras prometidas del norte, con la cruz a cuestas, un martillo en la mano derecha y clavos en la izquierda, crucificándose para intentar salir de la pobreza que los aniquila, entre peligros imprevistos, ríos turbulentos, mares agitados, calurosos desiertos y concertinas aceradas, para salir del hambre, la pobreza, el desprecio y la soledad.

Se han ido de nuestras manos las cartas de amor manuscritas, aromatizadas con tiempo de espera, que alentaban temblores para evitar la lejanía acortando la distancia con renglones escritos en penumbra consentida, testigos mudos otorgados por el recuerdo que hacían posible el milagro de la presencia, porque las palabras recogidas en el papel llevaban dentro del sobre un pedazo del alma enamorada.