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EL SILENCIO DE LA JERARQUÍA

EL SILENCIO DE LA JERARQUÍA

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No hay creyente en el mundo, ni terrícola descreído, que ignore el principio dominante en la doctrina católica comprometiendo a los creyentes en el amor a sus semejantes hasta dar su vida por ellos, y saben los pastores de la Iglesia y toda la feligresía, que el Hijo de Dios se quitó la correa y echó del templo a los mercaderes a cinturazos.

Pues bien, quienes reparten bendiciones a los fieles desde los púlpitos ceremoniales, les imponen penitencias, predican la palabra de Dios con mitra en la cabeza, ponen pancartas en sus manos y movilizan a millones de creyentes contra del divorcio, o el matrimonio homosexual, por ejemplo, se inhiben ante la corrupción política y financiera, sin atreverse a dar nombres ni a excomulgar a quienes envían a la miseria los pobres que están obligados a defender por mandato evangélico.

Los mensajes contenidos en los libros sagrados se dirigen a la liberación de los oprimidos, a la redención de pobres, a la igualdad de los hijos de Dios y a la condena de los ricos explotadores, afirmando que tendrán las mismas posibilidades de ir al cielo como tiene un camello de pasar por el ojo de una aguja.

Indigna a los creyentes comprometidos con la doctrina, desconcierta a muchos bautizados y confunde a los incrédulos, el silencio y la falta de compromiso de la jerarquía eclesiástica ante los atracos bancarios perpetrados por gestores financieros, la feroz usura bancaria, la especulación de  los depredadores, la hambruna y la aplicación de injustas leyes que arruinan familias y llevan al matadero del suicidios a inocentes, cuyo único delito es aspirar a derechos constitucionales básicos.

Esperamos un compromiso real de la jerarquía con la doctrina liberadora que promueve el evangelio que predica. Es hora de dar la cara y mancharse las manos con el barro de la miseria. La jerarquía eclesiástica española no puede seguir beneficiándose del ejemplar testimonio de sus militantes de base y de creyentes como Ferrer, Teresa, Casaldáliga, Helder Cámara, Ellacuría y tantos otros testimoniales de la iglesia ético-profética que todos deseamos.

CLASES DE ATEOS

CLASES DE ATEOS

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Antes de clasificar a los ateos, convendría que nos pusiéramos de acuerdo en la idea que cada uno de nosotros tiene del Dios en el que cree, porque no todos los humanos creen en el mismo Dios, ni la forma de creer en él es coincidente en las diferentes culturas deístas que mantienen los seres humanos que pueblan el planeta Tierra.

Obviando este insalvable obstáculo, nos encontramos a simple vista con diferentes tipos de ateos, en el marco de nuestra civilización, sin poner la atención en ninguna religión concreta derivada de la doctrina sostenida por el cristianismo en sus diferentes versiones.

En el gran grupo de incrédulos podemos distinguir tres subgrupos diferentes de personas descreídas, con perfiles bien definidos en cada uno de ellos que permiten situarlas en espacios diferentes con claras fronteras ideológicas que separan unos de otros, aunque se mantengan unidos en la descreencia con matices permanentes.

Dicho esto, parece claro que ateo en general es alguien que niega la existencia de Dios, aunque no todos la nieguen de igual manera porque cada subgrupo lo hace de forma distinta, según su cultura, sensibilidad, personalidad y posibilidades. Pero todos ellos niegan categóricamente lo que otros afirman como cierto, considerando que la verdad defendida por los creyentes es intelectualmente indemostrable, empíricamente irrealizable y se incluya entre las convicciones personales que solo precisan la fe del sujeto para creer.

Están en primer lugar los ateos convictos y confesos, que niegan la existencia de Dios tras reflexiones profundas, razonadas y sentidas sobre esa cuestionable verdad, porque la realidad de la vida va por caminos diferentes a los dogmas y afirmaciones propuestas por la doctrina que sostiene la fe de los creyentes.

El segundo grupo está formado por los ateos escépticos, personas que ponen en duda las creencias de los vecinos, pero sin la convicción suficiente ni argumentario que les lleve a certeza incuestionable sobre la incredulidad que proclaman, lo cual les permite salir del escepticismo en cualquier momento y abrazar la doctrina que conduce al Dios en quien dicen no creer.

Y, por último, están los que niegan la existencia de Dios porque desearían que no existiera, aparentando la convicción de que no existe, viviendo como si así fuera y exhibiendo cierta fanfarronería en el escaparate social ante el que se declaran incrédulos en el Dios que niegan, sin tener certeza en el rechazo que proclaman.

SANTOS CASI TODOS

SANTOS CASI TODOS

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Superada la resaca del caricaturesco festival de Halleween, incluida la “noche de brujas” importada de países anglosajones, pasamos a festejar cristianamente los santos muertos en la fe católica, aunque muchos de ellos no merezcan la santidad, otros la rechacen y la mayoría acepte este premio de consolación otorgado a los familiares y amigos fallecidos.

No participo de ninguno de los dos festejos, pero comprendo menos que se haya dedicado la noche pasada a historias de miedo y películas de terror, como si fuera poco la que está cayendo, y pretendiéramos ocultar la angustia con disfraces sanguinolentos, cabezas taladradas por cuchillos y rostros deformados para asustar a inocentes vecinos y amigos, sin atrevernos con los farsantes, politiqueros y especuladores, en un alarde público de máxima confusión.

Cuarenta días después del equinoccio de otoño, cuando huye la luz y el frío invernal anticipa las primeras las primeras ráfagas resecando la naturaleza, la liturgia católica invita a celebrar el Día de Todos los Santos desconocidos, honrando la memoria de los muertos desde que el papa Gregorio IV hizo en el siglo IX la propuesta de recordarlos a todos por su santidad el primero de noviembre.

A todos, porque los primeros cristianos celebraban aisladamente el sacrificio de los mártires en el lugar donde fueron sacrificados por la fe, hasta que la coincidencia de muchos de ellos en el mismo día aconsejó el homenaje común de todos los que fallecieron abrazados a la cruz, porque al perseguidor Diocleciano se le fue la mano con las matanzas a inocentes cristianos.

Desde entonces, los cementerios se convierten por un día en centro de peregrinación donde creyentes y descreídos acuden a limpiar tumbas, adecentar nichos y rezar por los familiares que se anticiparon a ellos en el viaje a la eternidad que a todos nos espera, sin posibilidad de redención ni esperanza de resurrección.

SUPERSTICIOSOS, DEÍSTAS Y ESCÉPTICOS

SUPERSTICIOSOS, DEÍSTAS Y ESCÉPTICOS

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La clasificación en creyentes, ateos y agnósticos que habitualmente se hace para distinguir a quienes tienen fe de los que carecen de ella o declaran inaccesible su entendimiento al conocimiento de todo lo divino que trasciende la experiencia, tiene su réplica en el encasillamiento de seres humanos en supersticiosos, deístas y escépticos.

Pertenecerían al primer grupo quienes tienen creencias fetichistas contrarias a la razón, fe desmedida y certidumbres ajenas a la fe religiosa que dicen profesar, traducido en adoración de imágenes, veneración de ídolos ancestrales, intercambio de sacrificios por favores y beneficios, prosternación ante reliquias, conservación de amuletos, imploración a estampas, participación en ritos y atribución de explicaciones mágicas a fenómenos no explicados por la ciencia.

Los deístas reconocen la existencia de un ser superior creador del mundo, el universo y la naturaleza, pero sin admitir revelaciones divinas ni realizar cultos externos a la deidad que aceptan, reafirmando la existencia de Dios, creyendo en la inmortalidad del alma y aceptando complacidos las consecuencias de todo ello.

Finalmente, los escéptico profesan desconfianza y duda de supuestas verdades, afirmando que estas no existen, pero que si existiera casualmente, el ser humano sería incapaz de conocerlas, lo que al escéptico impide tomar partido por tales cuestiones, necesitando para ser virtuoso más motivos que el deísta y la razón que le falta al supersticioso, creyendo solo aquello que la razón y la experiencia ponen delante de sus sentidos.

TEMPLOS DE DIOS

TEMPLOS DE DIOS

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Acompañando a unos amigos a visitar la catedral salmantina, pregunté a una de las compañeras por qué se santiguaba al entrar en el templo al tiempo que inclinaba la rodilla en tierra, si ella era el verdadero templo del Dios vivo y no la arquitectura que visitábamos, por consagrada que estuviera.

Mi comentario dio pie a una larga conversación en la que esgrimí los mismos argumentos que dejo a esta bitácora, como reflejo de lo que pienso y siento, con intención de mostrar mi verdad desnuda y al descubierto, sin pedir que sea compartida, ni aplaudida, pero sí respetuosamente comprendida.

Llama la atención que Dios no se encuentre en ninguno de los miles de templos repartidos por toda la Tierra, por mucho que algunos se empeñen en llamarlos “casas de Dios” como si en ellos habitara el Todopoderoso, aprovechando su don de ubicuidad y el pan ácimo consagrado que se guarda en custodias y sagrarios.

El extenso y meritorio documento titulado “Catecismo de la Iglesia Católica”, cuya versión latina final fue revisada y hecha pública por el cardenal Ratzinger el 15 de agosto de 1997, recoge la doctrina católica sin aclarar a los pecadores cuál es el templo de Dios ni dónde está ubicado.

Parece claro, sin embargo, que ninguna Iglesia arquitectónica es templo de Dios, pues Él mismo se lo dice a los fieles en Los Hechos de los Apóstoles (7,48): “El Dios Altísimo no vive en templos hechos por la mano de los hombre”. Entonces, si Dios no habita en construcciones humanas, el empeño en edificar iglesias durante siglos tiene que ser para facilitar la reunión de creyentes y realizar cultos comunitarios. Para creernos esto, basta comprobar que en los evangelios no se alude a construcción de templo alguno.

Siguiendo la metodología doctrinal de Astete y Ripalda, preguntamos: ¿En qué templo está Dios?: En Jesús mismo, su Hijo, como nos dice San Juan (2, 19-21): “Jesús les dijo: Destruid este templo, y en tres días lo levantaré. Dijeron luego los judíos: En cuarenta y seis años fue edificado este templo, ¿y tú en tres días lo levantarás? Mas él hablaba del templo de su cuerpo”.

El mismo San Pablo, en la Primera Carta a Los Corintios (6,19), dice a sus feligreses: “¿O no sabéis que vuestros cuerpos son templo del Espíritu Santo, que habita en vosotros y que habéis recibido de Dios?”

Que ningún creyente se engañe, porque Dios no está en las iglesias ni en los sepulcros blanqueados. Habita en los crédulos que practican su doctrina, no en quienes visitan rutinariamente los templos o se dan golpes de pecho en ellos sin amar a sus hermanos hasta dar su vida por ellos, como dicen que hizo el Hijo de Dios, inmolándose por la redención del género humano.

Esas artísticas construcciones son buenos espacios de reunión para presentar y consagrar a los creyentes ante la comunidad católica, como dice San Lucas (2, 22). Lugares donde impartir catequesis según narra el mismo evangelista (2, 46). Punto de encuentro para celebraciones, donde acudía Jesús para celebrar las grandes fiestas judías (Lucas 2,41). Y casa de oración y plegarias comunitarias, según palabras de Mateo (21, 13).

CREDULIDAD E INCREENCIA

CREDULIDAD E INCREENCIA

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Credulidad

La credulidad es una cualidad del crédulo, es decir, de la persona que cree sinceramente y sin condiciones aquello que se le dice, sean banales o transcendentes los cuentos que se le cuentan desde las tribunas, los púlpitos religiosos, las barras de las tabernas, los mentiremos de la ciudad o las tertulias desenfadadas con amigos.

Si la credulidad afecta a creencias religiosas, el sujeto en cuestión es calificado de creyente porque digiere con su corazón y sentimiento todos los dogmas, doctrinas y creencias virtuales, rechazadas por la razón que Dios le ha dado para pensar sensatamente, utilizando ambos hemisferios del cerebro.

Por el contrario, la increencia se refiere más específicamente a la falta de credibilidad religiosa, traducida en lenguaje paladino como ateísmo o agnosticismo, pero sin excluir la espiritualidad laica que sustenta la descreencia de ateos y agnósticos, comprometiéndolos con idénticos valores que predican los creyentes, pero sin esperar recompensas en eternos paraísos, ni bendiciones celestiales.

Cualidades de la increencia son: la certidumbre en realidades y experiencias vitales, el rechazo a principios religiosos inasequibles a la razón, la negativa a creer las palabras de los llamados profetas y las supuestas revelaciones divinas, el escepticismo ante los milagros sobrenaturales, la renuncia a deseos que son fruto de la angustia vital sin prueba evidente que los justifique y el compromiso generoso, altruista y firme con normas morales de reconocido valor comprometidas con el prójimo, sin esperar recompensa alguna.

Así, la caridad dominante del creyente se hace solidaridad respetuosa en el descreído y la esperanza de feliz vida eterna para el creyente, se torna gozosa lucha por la felicidad terrenal en el descreído.