CRÍTICA NECESARIA

CRÍTICA NECESARIA

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En el último artículo comentaba el riesgo de hablar en voz alta, cuando las opiniones van contra del poder, se oponen a decisiones caprichosas, contradicen falsos argumentos, critican arbitrariedades, delatan a granujas emboscados, condenan abusos o denuncian ideologías perniciosas para la salud mental de los humanos.

Hoy toca defender la necesidad de dicha censura pública y el valor que tienen las críticas honestas y desinteresadas, porque son el único camino a seguir para la regeneración social y el rearme moral que nos libere de la sumisión incondicional al poderoso, de la explotación, de la injusticia y de la manipulación mental que lleva al suicidio de los ignorantes.

A pesar del castigo que la sociedad reserva al discrepante,  debemos enarbolar la bandera del inconformismo por encima de toda componenda, conscientes que en esa lucha por la verdad nos dejaremos jirones de piel, y que la libertad no habitará entre nosotros si bajamos las manos y cerramos los ojos a la injusticia.

La explicación a la condenación social del divergente hay que buscarla en la precariedad cultural de los criticados, en su pobreza intelectual crónica y en la inseguridad personal que se esconde tras sus intimidaciones y amenazas. En el fondo subyace la desconfianza patológica a perder lo que no se tiene. Nada más.

El miedo a la pedrada o al fuego inquisitorial, hace que la sociedad esté llena de cómplices ocultando delitos que conocen, silenciando errores manifiestos, enmascarando la verdad, encubriendo corruptelas, camuflando sucias negociaciones o disimulando cambalaches. Es una forma de cobardía social que sólo favorece a quienes se aprovechan de su silencio, recibiendo a cambio deshonrosas migajas.

Los españoles acostumbramos a hablar en los pasillos, por la calle, en las reboticas, mentideros y bares. Esas son nuestras oficinas de quejas y los confesonarios sociales que visitamos. Y es que confundimos el detestable chivateo, con la denuncia de abusos, arbitrariedades, trampas e injusticias, permitiendo con el silencio que los ladrones de guante blanco, sinvergüenzas de terciopelo y trileros de Armani, sean los grandes beneficiarios de la situación.

Las personas con espíritu libre, no tienen espacio en las organizaciones humanas, ya sean políticas, religiosas, sociales, profesionales o comerciales, porque los corazones rebeldes molestan más que una piedra en el zapato, y el “patrón” los quiere tener en un radio de dimensiones semejantes a los anillos de Saturno, sin darse cuenta que son los críticos quienes le harán mejorar y mantendrán estado de alerta.

EL RIESGO DE OPINAR

EL RIESGO DE OPINAR

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A veces se paga un alto precio por decir en voz alta lo que opina todo el mundo impunemente por los rincones. Y hacer público lo que se vocea por los mentideros de la ciudad tiene como recompensa la hoguera.

Tal vez por eso, el conformismo y el miedo a las represalias es la actitud de muchos, siendo los amigos quienes recomiendan medir muy bien las palabras cuando se va a opinar en sentido contrario a la dirección marcada por unos pocos o a defender sinceramente una posición distinta a la que figura en la peana de los patriarcas.

La asignatura pendiente en este país no tiene relación con el sexto mandamiento bíblico, sino con la incapacidad para aceptar una opinión contraria, por muy honesta que sea. Hoy se escucha poco al discrepante, no se respetan voces ajenas, se imponen criterios con amenazas y se condena sin juicio a los opositores, porque no acabamos de identificarnos mental y afectivamente con el adversario, impedidos por una prepotencia injustificada y sordera crónica, causas de nuestros males en el universo que compartimos.

Pensamos ingenuamente que con tener reconocida la libertad de expresión en la Constitución hemos conseguido el respeto que exige dicho precepto, sin darnos cuenta que se trata de papel mojado mientras no superemos la triste herencia legada por la dictadura tras cuarenta años de mordaza, falta de ejercicio crítico y ausencia de respeto a las opiniones opuestas.

Son legión quienes declaran enemigos a los que no piensan como ellos. Y lo que es peor, hacen también enemigos suyos a los que se relacionan con él. Es una forma muy sutil de inquisición social, porque no hay condena directa pero abunda el desprecio, desaparece el saludo, se esquivan las miradas, no llegan invitaciones, enmudece el teléfono, se filtra la difamación, aumentan las descalificaciones y se difunden falsos bulos. Y en este tiempo de abandono ya no hay espacio para el encuentro, las puertas se cierran, surgen amenazas que niegan serlo y se olvidan las promesas.

Opinar en este país tiene más peligro que caminar con los ojos vendados por un campo minado, pues a la primera de cambio te pintan con sangre de cordero el dintel de la puerta. Me refiero a la opinión discrepante, claro, no al halago remunerado, que tan bien se recompensa,  porque entre nosotros tiene más acogida social y política el granuja adulador, que el crítico honrado.

Hablo del pensamiento divergente que acompaña a los que ejercen el noble oficio de pensar, analizar la realidad y opinar sobre ella. Hablo de quien refuta a la autoridad, encausa las arbitrariedades, contradice al jefe, desvela fechorías, impugna decisiones administrativas, condena abusos del amo, desatiende caprichos del director, rectifica al patrón o denuncia la incompetencia de los poderosos.

Quienes realizan estas tareas han de estar dispuestos a recibir anatemas, a pagar el costoso tributo de la marginación, a sufrir venganzas y a ser borrado de la fotografía sociopolítica y  de la memoria de los amigos. Así son las cosas y no sabemos si cambiarán porque nunca viviremos el futuro. Aparentemente no hay argumentos que vaticinen lo contrario, porque la realidad sólo habla de empujones a los críticos hasta llevarlos al borde del acantilado.

Entre nosotros hay algunos que van por el mundo con un guijarro de la mano dispuestos a lapidar al primero que no esté de acuerdo con lo que ellos piensan. Y quienes tienen la sartén por el mango, responden a las discrepancias con sartenazos. Así ocurre. Apenas unos segundos después de la rebeldía, cuelgan al divergente el sambenito, preludio de la pira inquisidora.

VALENCIANO Y COSPEDAL

VALENCIANO Y COSPEDAL

Se debate hoy en el Congreso, – con inusitada urgencia -, la reforma constitucional que pondrá límite al déficit público, sin que los españoles hayamos recibido explicaciones convincentes ni se hayan arbitrado otras medidas que reducirían los gastos del Estado a la mínima expresión, respetando a los más desfavorecidos. Sí, porque serán éstos los sufridores de los recortes sociales que se avecinan, por mucho que el candidato socialista se empeñe en proclamar a los cuatro vientos, – cruzando los dedos  -,  que el Estado del bienestar se mantendrá intocable poniendo ese techo al despilfarro.

Al hilo del teatral debate que tendrá lugar en la Cámara, la socialista Elena Valenciano, Diputada en Cortes Generales de España y coordinadora de campaña de Rubalcaba, justifica el escamoteo de la consulta popular afirmando que necesitamos pertrecharnos con esa medida para salvarnos del hundimiento y que “como es urgente la reforma, el referéndum no cabe”. ¡Toma ya!

¿A qué se debe la urgencia, señora? ¿Cómo justificar un cambio constitucional con esta premura? ¿Por qué se modifica la Constitución  a espaldas del pueblo? ¿Qué ha sucedido en los últimos días para obligarnos a abrir un melón tan delicado? ¿No sería más sencillo comenzar diciendo que los apretones de Merkel han provocado el “reformazo” y que  Trichet nos ha impuesto el cambio? ¿Por qué los socialistas siguen empeñados en vernos con pantalones cortos? ¿Cuándo se darán cuenta los dirigentes de ambos partidos que somos un pueblo maduro, despierto e inteligente, al que no lograrán engañar con subterfugios, ocultaciones, engaños y procedimientos antirreglamentarios, por mucho que se empeñen en ello?

Por otro lado, la exsenadora en Cortes Generales de España y pluriempleada María Dolores, actualmente Presidenta de la Junta de Comunidades de Castilla la Mancha, Secretaria General del Partido Popular, Presidenta del Partido popular de Castilla -La Mancha y Diputada en las Cortes de Castilla-La Mancha, conocida por disfrutar dos sueldos, dos indemnizaciones y un complemento que le permiten llevarse mensualmente más de 25.000 euros de vellón, sin contar los privilegios adicionales, las dietas y otras cosas menores, por hacer lo que hace.

Pues bien, esta listísima ciudadana justifica, – o mejor, no justifica -, la reforma constitucional por tratarse de algo que “comprenden todas las familias españolas porque no se pueda gastar más de lo que se tiene”.

Razonamiento perfecto si no fuera porque se queda a medias, ocultando una segunda verdad que desacredita sus palabras. Efectivamente, toda familia comprende que no puede gastar más de lo que gana si quiere evitarse problemas, pero es más cierto que si el padre se nutre en restaurantes de quince tenedores mientras el resto de la familia no come o se alimenta con patatas hervidas, es probable que se rebelen contra él. Si es la madre quien viaja en coche de lujo mientras los demás caminan con zapatillas de esparto, probablemente incendiarían el coche. O si el hijo despilfarra en juergas, cruceros y orgías el dinero de sus padres, mientras éstos van pidiendo por las esquinas, fácilmente lo echarían de casa.

 No quiero hacer demagogia barata diciendo que con las decenas de miles de euros que se lleva mensualmente Cospedal de las arcas públicas viven muchas, pero que muchas, familias al mes. Pero sí afirmo que reduciendo los sueldos de los políticos, eliminando las dietas, suprimiendo los coches oficiales, reduciendo los guardaespaldas,  anulando las tarjetas de oro, descartando las pensiones vitalicias, erradicando la corrupción política, obligando a devolver a los Ayuntamientos el dinero robado, evitando gastos multimillonarios en aeropuertos inútiles, reunificando ministerios, liquidando las subvenciones a partidos y sindicatos, disminuyendo el número de asesores y acabando con los chupópteros, la cosa iría mucho mejor.

Y si a esto se añade la erradicación del fraude fiscal, el aumento de tasas impositivas a los que no saben qué hacer con el dinero, la reduciendo el gasto militar y la eliminación de exenciones a loterías, premios, sorteos y apuestas, entre otras muchas cosas, quedaría resuelto el problema.

¿Por qué no se hace cuanto aquí se dice, si con ello no habría déficit, ni sería necesario modificar la Constitución, ni peligraría el Estado del bienestar?

Habría que preguntárselo a las señoras Valenciano y Cospedal, sabiendo que nos hablarían de la pesca del cangrejo en los cerros de Úbeda o de la veda de mariposas en la Antártida.

SUICIDIO POLÍTICO

SUICIDIO POLÍTICO

Confieso que ver en televisión la imagen del portavoz socialista Alonso escoltado por Benegas, – ¡34 años en el sillón! – y Marugán – ¡29 años de poltrona! – me ha obligado a pedir el urgente relevo de dinosaurios en las filas socialistas, para evitar las añejas fotografías en sepia que contradicen la igualdad de oportunidades que proclaman en su ideario. Relevo que también deben acometer los seguidores de la gaviota.

Según todos los sondeos, los populares aventajan holgadamente a los socialistas y éstos se contentan pensando que sus adversarios no despegan como les gustaría, sin tener en cuenta que son incapaces de alcanzarlos, a pesar de toda la escoria que se oculta bajo el bigote del “bigotes”. Esto me lleva a compartir la opinión de quienes ven necesario el suicidio político de olorosos dirigentes, aunque la autoexclusión no sea posible dado que estos megaterios se han fosilizado en mecedoras públicas de diferente textura y color.

No voy a pedir a los militantes de base que inoculen toxoplasmas en las glándulas de los tapones políticos que impiden el flujo de nuevas ideas, bloquean la presentación de ilusionantes proyectos y evitan el cumplimiento de sinceros compromisos políticos, pero me quedo con ganas de hacerlo, aunque a lo peor se cuelen de nuevo «miembras» o «hilillos», porque los ciudadanos queremos ser gobernados por mentes jóvenes en odres viejos que hayan acreditado competencia, honestidad, madurez y generosidad en su vida, sin exigirle pedigrí alguno ni pureza de sangre azul o roja.

La mayoría de españoles somos personas sensatas, libres de ataduras políticas y herencias ideológicas asentadas en el pasado más negro de nuestra moderna historia. Y muchos de nosotros tenemos claro lo que va a suceder en las próximas elecciones generales, pero nos falta la convicción de que los militantes de uno y otro signo condenen a galeras del olvido a los dirigentes que llevan lustros enquistados en el poder.

Sabemos que muchas ballenas mueren varadas en las playas por seguir a la desorientada timonela hacia el suicidio. Como hicieron las cuatrocientas ovejas turcas que se fueron tras el carnero que las guiaba cuando decidió arrojarse por un acantilado. Pero este no es el caso de los dinoterios rojoazulados, porque estamos viendo  los intentos de sus líderes por reforzar los anclajes al poder, encaramados en las cabeceras de las listas, – sin las cacareadas elecciones primarias en ambos casos -, tras llevar más ¡26 años! el cántabro, y ¡30 años! el gallego, ocupando sillones oficiales.

Estos profesionales del poder se caracterizan por tener una salud psicopolítica rota, debido a su ambición desmedida por dominar voluntades ajenas. La aparente frialdad externa que muestran contrasta con su calenturienta actitud interior. Impulsivos y con un nivel cero de tolerancia ante el fracaso político, son interdependientes en su soledad y mantienen expectativas tan ambiciosas como irreales, fruto de la distorsión mental que padecen desde aquel lejano día en que, –  unos primero y otros después -, participaron en la fiesta democrática que atufó de frustración y amargura al adversario.

AMIGOS DEL «INFANTA»

AMIGOS DEL «INFANTA»

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Procedente de Barcelona donde reside, está pasando tres días conmigo en Salamanca un buen amigo de juventud con quien compartí habitación, mesa, pupitre, recreos, sinsabores y alegrías en el “Infanta”, colpicio para desamparados de protección paternal donde la desgracia común fortalecía la amistad, los castigos alentaban la solidaridad y la incertidumbre por el futuro favorecía la ayuda mutua.

Paseando en agradable conversación por calles y plazuelas de la pequeña Roma, recordamos la intemperie en que vivimos la primera juventud, superada por el calor fraternal que recibíamos unos de otros a manos llenas, sin darnos cuenta que la fraternidad compartida era el bálsamo que a todos nos redimía del infortunio.

La visita de Enrique y su fiel Mariluz, me da pie a proclamar por el ciberespacio que no fueron las cuotas mensuales de los Guardias Civiles, ni los espacios de la Institución protectora, ni la gestión de los rectores, ni el oficio de profesores, “maestros” e inspectores, quienes nos salvaron del naufragio, sino la hermandad entre nosotros, el compañerismo ejercido sin fisuras, la protección mutua ante las agresiones y la ayuda recíproca que nos prestábamos, sin darnos cuenta entonces que esa alianza perduraría más allá del espacio y del tiempo, acompañándonos hasta que la parca decida clavar su estaca en nuestra puerta para llevarnos por separado al valle de Josaphat.

Entre las tapias y alambradas del “Infanta” nos juramentamos lealtad, sin hacer juramento alguno; nos hicimos promesas de permanencia sin prometernos nada; conjuramos la desgracia sin hacer conjuras; exorcizamos demonios y maldades sin recurrir al agua bendita; y nos dimos un abrazo colectivo, sin abrazarnos, que todavía perdura.

Fue la desdicha pretexto para dar vida al “Infanta”, y éste a su vez origen de un encuentro entre almas gemelas, hermanadas por el afán compartido de volar por encima del lodo en que el infortunio nos había enfangado sin merecerlo, por mucho que el púlpito se empeñara en consolar lo inconsolable y el libro sagrado hiciera promesas de salvación más allá de la vida, porque la lucha por la resurrección terrenal nos impulsaba a ganar el futuro tras el recinto donde estábamos confinados. Y así lo hicimos.

Pronto desaparecerá el “patio central”, el “campo de abajo”, las “familias”, los “talleres” y la “puerta principal”, con su perpetuo escalón roto. Se olvidará el sonido del silbato, las diarias “filas”, los “cortes” en el cine, los “poliburós”, las sanciones, el “barrio”, la “garita”, las aspirinas de las “señoras de la enfermería”, el “arca”, las deseadas “croquetas”, y tantas otras cosas, porque así lo ha decidido el Patronato.

Pero siempre quedarán entre nosotros los recuerdos compartidos entre aquellos muros porque nada ni nadie puede arrebatarnos la memoria. Y, sobre todo, quedara la amistad perdurable que nos une, por mucho que la distancia se empeñe en alejarnos y el tiempo alargue los encuentros.

Afirmaba Richard Bach que ningún lugar está lejos para los amigos verdaderos, como ha demostrado Enrique con su visita, y si el encuentro real no es posible, sabed que entre el “aquí” y el “ahora”, siempre podremos vernos un par de veces, porque basta el deseo de estar con alguien para tenerlo a nuestro lado.

¿ NIÑOS NO ?

¿ NIÑOS NO ?

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El Art.50.1 del Real Decreto 2816/82, de 27 de agosto de 1982, por el que se aprueba el Reglamento General de Policía de Espectáculos Públicos y Actividades Recreativas, establece que la empresa propietaria de un establecimiento lúdico “asume, frente a la Autoridad y al público, las responsabilidades y obligaciones inherentes a la organización, celebración y desarrollo” de las actividades realizadas en él. Es decir, que las personas físicas o jurídicas, entidades, sociedades, clubs o asociaciones son responsables – por imprudencia o negligencia – de lo que ocurra en el interior de los locales que regentan.

Esta circunstancia obliga a comprender que los propietarios limiten la entrada en sus recintos a determinadas personas, amparados en dicha ley y en la sentencia del Tribunal Supremo de 16 de febrero de 1993, firmada por el señor Bacigalupo con palabras incuestionables: “El dueño de un local no está obligado a tolerar la entrada de personas que, por las razones que sean, pueden generar conflictos que puedan afectar a otros clientes del bar o al propietario mismo”.

Falta añadir que la empresa no puede ejercer ese derecho colgando simplemente en sus paredes un rótulo anunciando “Reservado el derecho de admisión”, como hacen la mayoría de propietarios. El Art.59.1.e) del mencionado RD establece que: «El público no podrá, entrar en el recinto o local sin cumplir los requisitos a los que la Empresa tuviese condicionado el derecho de admisión, a través de su publicidad o mediante carteles, bien visibles, colocados en los lugares de acceso, haciendo constar claramente tales requisitos».

O sea, que si el propietario publicita adecuadamente los requisitos a cumplir por los clientes para entrar en su local, – siempre que no discriminen arbitrariamente -, tiene derecho a prohibir la entrada en el mismo quienes incumplan los requisitos, sin vulnerarse con ello el principio de igualdad.

Llegados a este punto, los lectores se preguntarán a qué viene un preámbulo explicativo tan extenso. Pues bien, tiene su origen en la decisión tomada por la dueña de un céntrico restaurante bilbaíno de prohibir la entrada en el mismo a los niños, advirtiendo en la entrada lo siguiente: «Reservado el derecho de admisión a quien con su comportamiento incívico cause molestias a otros usuarios, y también a los menores de edad, acudan solos o acompañados«.

Al parecer, la prohibición se debe a los chillidos, galopadas, disputas, riñas, ajetreos, rabietas, llantos, berrinches y alborotos de los niños, que causaban molestias a los comensales. Como sufridor de esta circunstancia y testigo de otras parecidas, entre las que se cuentan el atropello con un carro guiado por un niño en el supermercado que casi deja sin tobillo a una señora, o el balonazo que recibió un caballero que estaba sentado en una terraza de verano, propinado por un niño que jugaba al fútbol entre las mesas, me autorizan dejar en esta página dos reflexiones.

Nunca he sido partidario de prohibiciones y castigos colectivos provocados por un grupete de vándalos, y tampoco voy a serlo en este caso. A la propietaria del restaurante le bastaría
con reservarse el derecho de admitir “a quien con su comportamiento incívico cause molestias a otros usuarios”, sin excluir a todos los infantes porque hay niños bien educados por sus padres, aptos para acudir a restaurantes y vivir en sociedad, que no merecen esa prohibición.

Por otro lado, hay niños que no tiene culpa alguna de tener los padres que tienen, siendo estos los merecedores de tal prohibición, y no las irresponsables criaturas, maleducadas por sus progenitores, máximos responsables de la educación moral, intelectual y social de los hijos.

CONSERVADORES

CONSERVADORES

Como saben los lectores, cuando deseamos mantener inalterable un alimento, lo ponemos en conserva. Esto se hace envasándolo herméticamente en recipientes de metal o vidrio, a los que se añaden unas sustancias que retrasan su deterioro, llamadas conservantes.

Pero no quiero hablar de estos productos, sino de otros conservantes sociales llamados conservadores, – facción más dura del tradicionalismo-, que pretenden mantener todo como está, menos su patrimonio personal, al que alimentan con la voracidad de las pirañas  hasta donde permite la abombada lata del botulismo político.

Los conservadores mantienen las estructuras vigentes, defendiendo obsesivamente los valores tradicionales. Es decir, intentan enlatarnos a todos en el mismo bote donde ellos se aglutinan, privándonos de la aventura de la vida. Les gustaría conservarnos dormidos, en estado de hibernación, sin estimular acicates para una rutinaria existencia, tan monótona y aburrida, como la suya.

Estos inmovilistas activos presumen de ser personas de orden y luchan por mantener intocable el desorden establecido enfrentándose con uñas y dientes a quienes pretenden instituir un nuevo desorden, ignorando que nada hay inmutable ni perfecto en esta desordenada vida, que cumple inexorablemente el principio entrópico de llevar a la humanidad hacia el caos más absoluto, desde el quijadazo de Adán.

A tales sujetos le tiemblan las piernas ante un cambio ideológico, porque el desorden político o religioso socava los cimientos infantiles donde asientan la seguridad eterna en la que pretenden complacerse, sin cuestionar los méritos del equipaje doctrinario que le cargaron a la espalda en su infancia, con vocación de eternidad.

Estos ideólogos del continuismo y defensores de la parálisis social no distinguen bien lo permanente – que no existe -, de lo mutable, – que es todo -, y se afanan en estigmatizar a sus descendientes con el bálsamo dogmático de una verdad generacional basada en la tradición más obsoleta.

Ello es así porque desconocen el mérito de la aventura vital y no saben que la existencia se justifica precisamente en la novedad que nos depara cada amanecer, porque no hay porvenir para quien teme a los irracionales miedos infantiles que les produce la oscuridad.

Sólo el que sea capaz de saltar por encima del miedo ganará el futuro.

Por eso el devenir pertenece a los jóvenes rebeldes y rompedores de esquemas, y no a los timoratos continuistas. Si los grandes hombres de la historia hubieran sido conservadores nunca habrían llegado a ser grandes hombres, el mundo no sería el que es, y estaríamos aún moviéndonos en taparrabos por las cavernas.

Quiero deciros, amigos de este blog, que las personas de orden son incapaces de sobrevivir a las cosas imprevistas o indeterminadas. Lo que a muchos horroriza, complace a los conservadores que gustan saber de antemano lo que va a suceder, sin darse cuenta que ese conocimiento arruina su vida, porque nadie goza conociendo el desenlace de un suceso previsto, sobre todo si se trata del momento de su muerte.

Los guardianes del actual desorden viven de espaldas a la intrahistoria, pensando siempre que algo malo va a suceder si se produce un desorden nuevo en la corteza social, porque temen lo que pueda ocurrir dentro de ella, al estar más atentos a las formas convencionales que a la pulpa alimenticia que pretenden conservar a toda costa.

Por eso reducen su vocabulario al grito de: ¡¡tradición!!, como hacía el lechero del violinista. El temor a los cambio les produce angustia y un insomnio imposible de aliviar con los mismos somníferos que aletargan sus rancias creencias, oscuros pensamientos y monolíticas ideologías.

Por eso no sonríen. Por eso vaticinan las mayores catástrofes ante el menor intento renovación. Por eso tienen un miedo incontrolable a lo que puede suceder mañana. Por eso defienden lo que han heredado. Por eso no cuestionan la verticalidad del horizonte. Por eso tú y yo, lector, seguimos sin comprender que puedan existir – ¡y hay muchos! –  jóvenes conservadores.