LOS GUSTOS DE BAROJA
El 30 de octubre de 1956 se despedía de la vida en Madrid el donostiarra Pío Baroja y Nessi, a los 84 años de edad, dejándonos como legado una centena de libros y otros tantos artículos, tras dejar colgada la bata de médico en un armario de Cestona, tomando la pluma del escritorio en 1896, dos años después de doctorarse en Madrid.
Hombre de pensamiento y poco hábil para la acción, buscó esposa intelectual sin encontrarla, llevándole su eterna soltería a la inexistente misoginia que algunos le atribuyeron, manteniendo un público rechazo al nacionalismo vasco y defendiendo el acercamiento del País Vasco al resto de España.
Liberal, andarín, crítico y anticlerical, no pudo con la arterioesclerosis y a su muerte fue enterrado como ateo en el madrileño cementerio civil, junto a La Almudena, para escándalo de la España nacional que pretendió modificar la voluntad del escritor, en presencia de los nobeles Cela y Hemingway como testigos de las paladas de arena que cayeron sobre el ataúd que guardaba el cuerpo de don Pío.
En los últimos años de su larga vida, Baroja fue un trabajador infatigable los 365 días del año, desde las nueve de la mañana hasta el anochecer, superando intermitentes dolores de estómago, con su eterna boina sobre la cabeza, barba blanca semicrecida, lento caminar, pantalones caídos, memoria gastada y el agnosticismo al hombro.
Lector de Standhal, Dickens, Dostoievski, Merimée y Balzac, gustábale “El lazarillo de Tormes” por su humanidad y buena letra y disfrutaba con “El escudero Marcos de Obregón, por su noble compostura. Amaba la poesía de Berceo, el Arcipreste, Verlaine y Laforgue, sin llegar a comprender a Valéry, ni a Mallarmé, ni a los modernos españoles. Por otro lado, Pérez Galdós le pesaba y Quevedo parecíale antipático, igual que su obra.
Amante de toda la pintura, se deleitaba especialmente con Echevarría, Patinir, Brueghel, los impresionistas, Van Gogh, … y mostraba entusiasmo por los cuadros de su hermano Ricardo Baroja, pareciéndole una estupidez el cubismo y el surrealismo. En cambio, aseguraba que la escultura era un arte acabado y sin futuro, porque desde el Renacimiento no habían vuelto a realizarse monumentales esculturas de plaza.
Finalmente, consideraba que había excesivos pedantes en la música, aunque le gustaba oír composiciones de Mozart, Beethoven y Haydn, mostrando su preferencia por la ópera bufa de Rossini, “El barbero de Sevilla”.