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PUEBLO TEMEROSO

PUEBLO TEMEROSO

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Los derechos sociales y laborales conquistados por el pueblo a lo largo de la historia, fueron consecuencia del miedo que los ciudadanos inyectaron en los poderosos con sus rebeldías y protestas. Es decir, los beneficios obtenidos no fueron concesiones espontáneas y gratuitas del poder, sino conquistas ciudadanas, ya que el éxito de las demandas tuvo su origen en el miedo de los acaudalados a las revoluciones populares.

Eso que fue, hoy ya no es, porque el mundo gira en sentido contrario al que rodó durante los años de lucha. La adormidera del incipiente estado del bienestar ha provocado un cambio de tendencia, trasladándose el miedo a la clase social menos favorecida, que huye con el rabo entre las piernas a través de la vía de agua abierta en la democracia por el poder financiero.

Ahora el miedo se ha instalado en la ciudadanía, paralizando sus extremidades con el temor al desempleo, al castigo y a la condena derivada de unas leyes amparadoras de patronos, que burlan antiguos derechos laborales conquistados con sangre, sudor y lágrimas, hace muchas décadas. Pero debemos saber que no hay cárceles en el país para encerrar a todos los rebeldes, si es el pueblo entero quien se subleva.

La poesía social duerme en las páginas de los libros como un eslabón perdido en la cadena reivindicativa. La canción protesta está afónica y sin auditorio. Los líderes sindicales se han amortiguado en la poltrona. Y la izquierda política mira su perforado ombligo para consolar la sordera que padece, al tener averiado el audífono social por falta de uso, impidiéndole oír los gritos del pueblo que están dejando sordos a los pingüinos de la Antártida.

En tales condiciones, la sociedad dormita esperando que el Santo Espíritu le envíe lenguas de fuego que remuevan las entrañas ciudadanas, haciendo comprender al pueblo que la unión de todos contra la tragedia es un arma invencible, porque no hay muro que detenga la fuerza de un pueblo unido en lucha contra la desgracia que sufre.

Los poderes que hace un siglo retrocedían ante el empuje del pueblo unido, hoy son ángeles exterminadores del bienestar, origen de la hambruna, causa del paro y motivo de muertes prematuras. El norte orienta los pasos del sur hacia el ocaso, sin permitirnos ver la luz que renace por el Este si unimos nuestras manos contra la injusticia social que destruye el estado del bienestar, pervierte la democracia y entierra la soberanía popular.

LA FUERZA DEL MIEDO

LA FUERZA DEL MIEDO

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El miedo no es más que una perturbación angustiosa del estado de ánimo de cada cual, a la que se llega cuando nos acecha un riesgo o un daño que puede ser real o imaginario. Sentimos miedo por el recelo o aprensión que tenemos a que nos suceda lo contrario que deseamos.

De esta forma, el miedo mutila la esperanza, oscurece la voluntad, anula la razón, nubla el pensamiento, incapacita para la acción, genera resignación y anula la rebeldía. Esto lo saben bien quienes explotan el miedo colectivo en su propio beneficio, haciendo de la injusticia nuestra condenación.

El miedo es el gran nubarrón que oscurece las iniciativas. El responsable de que hagamos lo contrario a lo que nos dicta la conciencia.  La palabra que habla por nosotros obligándonos a decir lo contrario de lo que pensamos. El miedo es, en definitiva, quien nos lleva a los dioses, somete nuestros deseos a la voluntad ajena y justifica la obediencia debida.

Es fácil concluir, pues, que el miedo al castigo nos condena al silencio. El miedo a la muerte nos amarga la vida. El miedo a movernos nos lleva a la parálisis. El miedo a protestar nos reduce a la impotencia. El miedo a recordar la historia nos produce amnesia. El miedo a caminar en las manifestaciones nos produce cojera. El miedo a coger las riendas nos deja mancos. El miedo a pedir justicia nos hace mudos. El miedo a escuchar la voz de los sin voz nos vuelve sordos. El miedo a ver la realidad nos deja ciegos.

Y así, cojos, mancos, mudos, ciegos y sordos, vamos con nuestro miedo a cuestas por la vida mientras los beneficiarios del temor colectivo se hacen dueños de nuestras vidas, manteniéndonos escondidos tras los visillos de las ventanas domésticas, sin atrevernos a salir a la calle, esperando con resignación de corderos la llegada del ángel exterminador que nos lleve al matadero.

VENCER EL MIEDO

VENCER EL MIEDO

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Pocas emociones tiene más poder sobre nosotros que el miedo, ni existe argumento mayor para explicar algunos comportamientos. Tal emoción incontrolada se sostiene por la aversión instintiva que tenemos a todo aquello que pueda hacernos daño y perjudicarnos, siendo a veces desproporcionado el temor sentido en relación con la amenaza que lo genera.

Esto explica que el miedo haya sido hábilmente utilizado como ariete contra la insumisión y rebeldía de pueblos y personas, por dirigentes políticos, económicos y religiosos, con el fin de lograr sus objetivos, con el menor esfuerzo posible y máximo rendimiento.

De esta forma, el miedo ha sido el arma psicológica empleada por los dictadores para imponer su ley sembrando el terror entre los administrados, porque quien recibe amenazas de muerte en un Estado totalitario, admitirá en silencio grilletes y latigazos, pidiendo a su virgencita quedarse como está.

Los directores, gerentes y patrones saben que intimidando a los subordinados con despidos y traslados que amenacen su estabilidad profesional, económica y familiar, conseguirán la sumisión, explotación y obediencia de los temerosos empleados y funcionarios.

Incluso en la educación doméstica y escolar de la infancia se ha utilizado tradicionalmente el miedo que genera el “hombre del saco”, la turbación que producen las sanciones y el consiguiente desconsuelo a la falta de regalos mágicos reales, para conseguir que los temerosos niños sean buenos y complacientes a la voluntad de padres y educadores.

En mis tiempos adolescentes, muchos predicadores de la frustración nos amenazaban con perder la virilidad, contraer enfermedades extrañas y ser eternamente condenados al fuego del infierno, si no evitábamos las inevitables y placenteras masturbaciones al descubrir el sexo. Siendo entonces, y ahora, la amenaza del castigo el mejor argumento utilizado por muchos para conseguir sus objetivos.

Hoy día, políticos y banqueros están inoculándonos miedo en las venas para conseguir paralizarnos y ganarse nuestro aplauso resignado a unos recortes y austeridad que a ellos no les afecta, sin darnos tiempo a reaccionar porque han logrado limitarnos y atenazarnos, haciéndonos caer en la trampa de un miedo inexplicable, porque no existen razones para tenerlo mientras ellos sonrían.

Sin darnos cuenta, estamos frente a nuestro mayor enemigo, al irracional elemento causante de la desdicha general. Tenemos dentro del cuerpo social el origen de la infelicidad colectiva, el fantasma irreal que atenaza la esperanza en el futuro, el origen de nuestra resignación, la causa de nuestros males, y no hacemos nada por expulsarlo del cuerpo.

Es hora, pues, de actuar. Es hora de darnos cuenta que el miedo sólo tiene espacio en nuestra vida cuando abandonamos la razón. Esto quiere decir que para acabar con él debemos maridar la cordura con el firme propósito de vencer el miedo que nos oprime y salir a la calle para ganar el futuro.

CENSURA

CENSURA

¿Alguien ha llegado a creer que la censura sólo se da en los regímenes totalitarios o en las religiones? Pues está equivocado. Aquí vuelan los pretextos sobre la cabeza de los censores, y sus excusas para ajustar el dogal a los críticos sonrojan al espíritu más infantil.

En los países democráticos no existe censura oficial – ¡faltaría más! – entendida como intervención directa del poder para controlar la libertad de expresión, criminalizando ciertas opiniones. Algo así como lo ocurrido a lo largo de cuarenta años durante la negra etapa franquista, en la que algún premio Nobel llegó a ser destacado censor al servicio del régimen.

Bueno, antes del golpe también hubo censura. Basta abrir los periódicos de la última etapa de la Segunda República para ver ostensibles tachones en sus páginas, acompañados de la obligada nota que decía “Visado por la censura”.

Es evidente que estas groserías intelectuales han desaparecido en la democracia, lo cual no significa que ahora no haya censura, claro. Porque censurar es detraer, o sea, apartar, suprimir. Y ahora se siguen retirando escritos y personas aunque no pretendan subvertir el
sistema, escandalizar a los menores o insultar al prójimo. El veto es tan sutil que sólo es percibido por quienes están bien despiertos y lo descubren tras los dialécticos ropajes con que visten los poderosos las mordazas que nos imponen a los demás. Atrezzos postmodernos con enaguas de anticuario.

La veda a la libre opinión es un bisturí con impuesto de lujo, porque desde que se inventó la democracia, también la censura cotiza en bolsa, y las acciones se las reparten los que quieren mantener el status quo, controlar la sociedad y pasar el cepillo entre los reclinatorios de la política. Son estos quienes envían sus sicarios a restregar la bayeta sobre los muros donde los inconformistas denunciamos la incompetencia de quienes tienen la llave de la hucha donde cada uno de nosotros estamos obligados a meter los euros que ganamos con sudor de nuestra frente, aunque ellos lo ganen con el humor vítreo de los que tienen en frente.

Aparcar una opinión significa hurtarle al opinante el derecho a decir lo que el censor no quiere oír. Algo hay de prepotencia, mal uso del poder y cobardía, con un punto de cinismo en los censucrores. Porque la democracia tiene su censucracia y sus censucrores, que se corresponden con la censura y los censores absolutistas. La primera adopta una forma reflexiva de temor. Lo de reflexiva no se refiere a una actitud meditativa, sino que expresa lo que gramaticalmente se entiende como acción realizada y recibida al mismo tiempo por el sujeto, es decir, autocensura, aunque con frecuencia tenga mucho de heterocensura encadenada. En cambio, lo de temor está claro: por miedo. O sea, que la censucracia en ocasiones es autocensura que los sujetos se imponen a sí mismos e imponen a los demás, por miedo.

Pero recordando lo que satírico Quevedo dijo al de Olivares, no debemos callar por más que con el dedo sobre la boca nos conminen al silencio o nos amenacen, porque la lengua de Dios nunca fue muda.

Eliminar una opinión crítica significa cerrar una ventana por donde asomarse al verde campo de la libertad. Sólo la mentira es más pesada que las cadenas verbales y más penosa que los bozales. Y el mayor pecado democrático no tiene forma de manzana sino de censura.