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EL VIENTO Y LA LUZ

EL VIENTO Y LA LUZ

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Los depredadores sociales han de tener cuidado porque el Viento y la Luz están de nuestra parte, al acecho y dispuestos a utilizar su infinito poder para acabar con ellos, haciéndolo con la precisión del cirujano que extirpa el tumor canceroso de un cuerpo condenado a muerte por enloquecimiento celular, similar a la codicia que perturba la mente de los carroñeros humanos.

Dice el poeta de Tábara que el Viento y la Luz tienen ciertos planes para acabar de una vez con los buitres de la miseria, mientras estos sonríen escépticos ignorando la que se les puede venir encima el día que el Viento y la Luz unan sus fuerzas con la misma convicción que emplean para convertir un gusano en mariposa.

Corresponde a la Luz iluminar la mente de los ingenuos ciudadanos que se dejan embaucar por charlatanes de tribuna y comerciantes de la nada, haciendo ver a los espectadores el conejo que guardan en su chistera y la realidad que se oculta tras las mentiras oficiales del Pinocho de turno que a ellos se dirige.

El Viento se encargará de soplar las páginas del Boletín Oficial para hacer volar al destierro los decretos exterminadores impuestos por «hunos», «hotros» y «haquellos», que van falsificando la vida con verborreas alejadas de la realidad, diciendo sin hacer, prometiendo sin cumplir, jurando con perjurio y convirtiendo las órdenes en frustración.

Tened cuidado, pues, vampiros de la pobreza, porque El Viento y la Luz no se equivocan ni les falta decisión para iluminar y soplar con fuerza sobre vosotros.

EL RIESGO DE SABER DONDE IR

EL RIESGO DE SABER DONDE IR

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El miedo al fracaso nos impide a veces luchar para conseguir aquello que deseamos, por grande que sea el anhelo de conseguirlo. La comodidad nos incapacita para reaccionar ante lo contrario a nuestras aspiraciones. La desesperanza mutila todo intento de realizar las quimeras que soñamos. Y el cansancio inhabilita la voluntad de alcanzar los proyectos que ambicionamos.

Esa es la realidad: miedo, comodidad, desesperanza y cansancio, son los ingredientes del cóctel que alimenta nuestra frustración, y el alimento que nutre la desgana para caminar en la dirección correcta que nos llevaría al lugar donde veríamos cristalizadas nuestras aspiraciones.

Solo arrojando por la borda el lastre del pesimismo, la desgana, el desánimo y la desconfianza en nosotros mismos, lograremos alcanzar ambiciosas metas que fortalezcan nuestra identidad personal, acercándonos a la realidad sustantiva individual que aspiramos ser, sin contaminaciones externas derivadas de flujos e influencia que determinan nuestros comportamientos.

Ser más nosotros mismos sin injerencias extrañas es ambición legítima, como legítimo es encender nuestra vela en la oscuridad sin apagar la encendida por otros, sino colaborando a dar más luz a todos aquellos que caminan con el cirio apagado siguiendo el rastro de las velas que van delante.

Pero sabed que tener claro el camino a seguir y seguirlo abriendo paso a los demás, tiene el peligro de ser condenado por quienes van en dirección contraria, y el peligro de ser amordazado si los opositores tienen el poder, la fuerza y la voluntad de invertir el rumbo de los rebeldes.

CON ÉL LLEGÓ LA LUZ

CON ÉL LLEGÓ LA LUZ

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Nunca imaginaron los godos que hacía ellos miraría al arquitecto italiano Giorgio Vasari en el siglo XVI, para dar nombre a la arquitectura gótica, – “propia de godos” – porque los germánicos, – bárbaros del norte -, poco tenía que ver con el arte en sus invasiones italo-hispánicas, siendo los hunos ejemplo del segado de vidas humanas con guadañas, filos de espadas, puntas de lanzas y hendiduras de puñales.

En plena crisis medieval, la sociedad de guerreros rurales y campesinos que rezaba a oscuras en los herméticos templos románicos, dio paso a la burguesía, las universidades y los conventuales frailes, que imploraban al cielo en nuevos recintos luminosos, altos y esbeltos, pasando del arco de medio punto, al ojival.

Pudo ser un día como hoy de 1.144 cuando fue consagrada la primera catedral gótica en un pueblecito cercano a París, en honor a San Dionisio, que los franceses llamaron Saint-Denis, pudiendo verse por primera vez la cara los feligreses, pues con el gótico llegó la luz a los templos.

Esbeltas cúpulas, estilizadas columnas, delgadas paredes, amplias vidrieras y grandes rosetones, coloreaban las plegarias de los fieles con policromados rayos luminosos vivificadores, que hacían más visibles los grandes misterios que siglos después siguen inquietando a los creyentes, porque la luz era energía cercana a la pureza, exaltación de la divinidad celestial, símbolo de ingravidez y elevación de espíritu.

Ello fue posible por la insistencia del abad Suger, regente del monasterio de Saint-Denis, quien pidió a los arquitectos una basílica que hablara a los fieles de Jesucristo como luz del mundo, opaca a las rendijas cubiertas con alabastro, yeso cristalino o celosías de piedra, cegadoras de la luz expelida por el Redentor, que vitalizarían los arbotantes.

DESDE MI VARYKINO

DESDE MI VARYKINO


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Tras varios días de cambios, adaptaciones, idas y venidas, estoy asentado en mi particular Varykino estival, donde el silencio facilita el descanso, la luz ilumina los rincones más oscuros, el asfalto se hace olvido, la distancia facilita el aislamiento, el jardín reverdece la esperanza, la vecindad se aleja y el frescor despierta el ánimo.

Cíclico retorno al sosiego extraditador de cláxones que conduce a una paz distanciada de cánticos embriagados de madrugada, cuando el festivo bullicio juvenil hace intransitables las aceras y el ritmo trepidante de los altavoces llega al dormitorio urbano golpeando los tímpanos del insomnio en el velatorio nocturno.

Regresar a Varykino lleva a la recuperación de la memoria perdida en el invierno de la ciudad, donde las fotos en sepia no tienen cabida en la estrechez del espacio familiar reducido a un metro cuadrado por los especuladores de la piqueta, el yeso, las tejas y ladrillos.

Extramuros de la ciudad, el refugio sedentario del alma custodia la historia personal en los archivos domésticos donde recuperan vida páginas vitales en recortes de periódicos y diarios escolares que reflejan la experiencia de las aulas, cuando el verano se antojaba regalo pasajero  escapado de las manos antes de atraparlo.

Se abre una vez más el remanso de Varykino, llegando este año con imposible vocación de eternidad, cerrando el paso a la nieve y los cielos grises, pero avisando que el regreso de las aves a las tierras calidad del sur, me devolverá de nuevo al abrigo familiar del fuegoil urbano en el subsuelo de las calderas.

AMOR

AMOR

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El apareamiento de los pájaros, la adoración griega a Eros, los flechazos del romano Cupido, la orden del emperador Claudio, el empeño de cura Valentín en casar jóvenes y los negocios postreros, obligan por calendario a celebrar hoy el día de la raza humana, porque el enamoramiento no es ajeno a ningún mortal, sea cual fuere el objeto del amor.

Amor como destello en la penumbra rutinaria de la vida, que relampaguea de luz el ánima con reflejos cegadores de toda lógica y convulsiona la razón con chispazos esperanzadores y rayos de felicidad que parten en dos mitades el velo del misterio más hermoso que desvelarse pueda.

Es el amor impulso irrefrenable que somete la voluntad propia a la felicidad ajena, sabiendo que en el bienestar otorgado encuentra reposo la buenaventura personal del enamorado, confirmando la deleitosa paradoja del amor, que convierte el encadenamiento en liberación.

El “yo” se hace “nosotros”; la codicia, donación; el desconsuelo, olvido; la pesadumbre, redención; el desamparo, cobijo; la distancia, presencia; el fingimiento, verdad; la felicidad, costumbre; y la cordura, enajenación, porque la razón nada sabe de los argumentos del corazón.

El amor no conoce fronteras, ni sabe de linajes, ni distingue colores de la piel, ni entiende de balances contables, ni se disfraza, ni mira el calendario, ni solicita certificados de nacimiento, ni pide autorización a templos, mezquitas o sinagogas, porque es sueño feliz en medio de la pesadilla existencial.

Pero la eterna inconclusión del amor exige el cuidado diario de la vida común que lo sostiene, con celosa atención, para que se renueve con el amanecer de cada día, aparentando ser el mismo, como le sucede el río con las aguas vivificadoras que revitalizan el cauce por el que discurren.