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INDISCIPLINA

INDISCIPLINA

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Disciplina, de discipulina, es originariamente la instrucción que recibe un discípulo para aprender un oficio o para cumplir una norma de conducta. Pero esto ha derivado con el tiempo hacia su vertiente más negativa convirtiéndose en la ejecución forzada de una orden, obligando a que ésta se cumpla por encima de todo, empleando incluso la violencia cuando lo considere necesario quien da las órdenes, y sancionando a quien no satisface la voluntad del ordenante.

Cuatro disciplinas dominan sobre las demás: la militar, exigida por el código  que lleva ese nombre; la social impuesta por las leyes ordinarias; la escolástica dictada por los reglamentos docentes; y la doméstica, que hasta mi generación estaba impuesta por los padres, siguiendo una tradición de siglos. Todas ellas colaborando al buen orden social, castrense, docente y familiar, que beneficiaba a políticos, militares, profesores y progenitores.

¿Debe seguir siendo así en tiempo de crisis, abusos, desahucios, depredación y mentiras?¿Deben seguir los articulados obligando al cumplimiento ciego de mandatos superiores, sin consultar al obediente subordinado ni darle la oportunidad legal de negarse a cumplir una orden emitida, por descabellada que ésta sea?

Obsérvese lo peligroso de esta regla de juego universalmente admitida, que da poder omnímodo a unos individuos sobre otros para decidir sobre las vidas ajenas, usurpando voluntades y mutilando la libertad de conciencia.

Un militar español golpista advirtió que la disciplina reviste su verdadero valor cuando el pensamiento aconseja lo contrario de lo que se nos manda, cuando el corazón pugna por levantarse en íntima rebeldía o cuando la arbitrariedad o el error van unidos a la acción del mando. ¡Toma ya! Obedecer ciegamente es la esencia de semejante disciplina.

Si a un jefe se le ocurre enviar a los vecinos al matadero de una guerra sin sentido, las esposan compran velos negros, ponen crespones en las fotografías y los huérfanos pespuntean brazaletes negros en las chaquetas.

Si a un delegado del gobierno se le ocurre dar la orden de apaleamiento contra indefensos ciudadanos, los guardias desenvainan las porras y cargan las escopetas engomadas contra quienes defienden pacíficamente su futuro.

Si un profesor dicta órdenes caprichosas a los alumnos, comete tropelías didácticas, abusa del poder, exige lo que no corresponde y hace de la clase su sayo, pues nada: a obedecer.

En todo articulado normativo no existe un solo renglón dedicado a justificar la «desobediencia debida», pero hay muchos que liberan de culpa a los infractores alegando “obediencia debida”. Se trata de obedecer por encima de todo. De someterse a las órdenes del “comandante”, sin que ningún legislador haya reparado en el riesgo que corre la sociedad si el mandamás carece de seso para dar órdenes por mucho sexo que le sobre.

Tal vez ha llegado el momento de liberar las conciencias personales y apostar por la indisciplina y la solidaridad, si queremos sobrevivir.

VALOR MILITAR Y VALOR CIVIL

VALOR MILITAR Y VALOR CIVIL

Durante los cuarenta años de falsa paz impuesta por la dictadura, a los militares jóvenes descendientes de quienes combatieron a bayoneta calada en las trincheras de Brunete y del Ebro, – que no habían participado en guerra alguna -, se les «suponía el valor» en su hoja de servicios. Hoy los militares profesionales de todos los ejércitos parecen acreditar el valor con su presencia en  “guerras pacíficas” donde algunos pierden la vida.

Pero las guerras no hacen valerosas a las personas que en ella participan, siendo así que un ciudadano pacifista puede ser más valiente que otro belicista. Quiero decir que el valor no se adquiere en las guerras ni en academias militares, ni es patrimonio de los ejércitos profesionales. Un pueblo levantado en armas civiles tiene más valor que un ejercito con armas de guerra.

La técnica militar y la disciplina cuartelera no hacen a las personas más valientes que la entereza civil, siendo así que defiende mejor su independencia un pueblo libre sin capacidad de ataque, que otro armado carente de valor cívico, como le sucedió a los atenienses, hoy en desgracia.

Considero al valor cívico como verdadero valor y virtud del pueblo. Pueden los militares poner a prueba su arrojo en la guerra, pero el valor cívico que lleva a la rebeldía y a la revolución, tiene más fortaleza que el de los vehículos blindados y armas de larga distancia.

En los cuarteles no se enseña valor, sino disciplina, subordinación y obediencia. Y el valor militar no consiste en acudir a una guerra, sino en tener valor civil para evitarla. Por eso los conflictos bélicos me parecen actos de cobardía. Y por eso, igualmente, me parecen muy cobardes los caudillos que envían ciudadanos al matadero.

El valor militar se acredita con heridas, mutilaciones y muertes, haciendo a los soldados héroes a la fuerza. En cambio, el valor cívico consiste en dar la vida por la patria sin hacer que el enemigo la dé por la suya. El valor cívico consiste en desvivirse por la nación que se habita. Vencerse a sí mismo en la lucha diaria contra el pesimismo. Perseverar en la batalla por una sociedad más justa. Dominar tentaciones espurias que degeneran la condición humana. Combatir la mediocridad, el nepotismo y la incompetencia. En una palabra, participar en la guerra civil contra todo lo detestable que nos rodea.

El valor cívico consiste en sustituir a los seis soldados que izaron la bandera en la isla de Iwo Jima, por valientes civiles que levanten en nuestra sociedad la bandera de la justicia, la honradez y la solidaridad, como signo de victoria sobre la corrupción, el abuso la explotación y el engaño.

OSAMA

OSAMA

OSAMA

Que nadie confunda el prenombre de Bin Laden con el ¡Hosanna! de los Salmos que significa, “sálvanos, por favor”. Pero que todos se pregunten quiénes y por qué pidieron la salvación al fundador de Al Qaeda, pues en la vida lo realmente importante no son las cosas que se hacen, sino el porqué se hacen.

He condenado siempre la muerte de cualquier ser humano a manos de su vecino, luchando contra el empeño de la sinrazón por dominar a los seres racionales que poblamos este territorio común, devastado por guerras desde su nacimiento.

Digámoslo de una vez: el oficio más antiguo no es el de puta, sino el de soldado.

La historia de la Humanidad está jalonada de guerras que amenazan no terminar nunca. Guerras provocadas por demenciados líderes carismáticos que envían jóvenes al matadero, pidiendo cada uno a su Dios la bendición de los estandartes y su intervención en la victoria para aniquilar más fácilmente al enemigo.

No, no me alegra el asesinato de Bin Laden, ni me complace las felicitación de mi gobierno a su homólogo americano porque tenemos abolida la pena de muerte, incluso para el mayor asesino que pudiéramos tener entre nosotros, y porque mi confianza en la redención me impide aplaudir la muerte de un ser humano a manos de otro, por merecido que el condenado tenga ese castigo. Además, el asesinato de Bin Laden no producirá beneficio alguno, sino todo lo contrario, como podemos ver en las caras de los neoyorquinos, de los embajadores y de los viajeros.

Quien considere que con la muerte de tan detestable y mortífero líder va a erradicarse el terrorismo islámico, está equivocado, porque ninguna violencia ideológica concluye con la muerte del líder, que es inmediatamente sustituido por otro de similar condición.

La única forma de terminar con todas las guerras y con el terrorismo es educar a los terrícolas, porque sólo la cultura hará posible el milagro de la reconciliación perpetua. Y hacer esto es fácil: basta dedicar los presupuestos de defensa de todos los países a construir la paz, levantando escuelas y promoviendo industrias donde la miseria tiene su territorio y la ignorancia campa por sus respetos.

Quimérico, ya lo sé, pero dejadme soñar en un mundo feliz, sin hambre ni guerras.

Y tened en cuenta que mientras haya un solo ciudadano convencido que tras su muerte va a disfrutar de una vida eterna junto al dios que determina su creencia, no habrá nada que hacer contra el terrorismo fundamentalista. Y si, además, ser mártir de la causa concede al inmolado privilegios adicionales sobre el resto de los creyentes, siempre habrá alguien dispuesto a rodear su cintura de explosivos para ganar la recompensa divina.