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SESIONES DE CLASE

SESIONES DE CLASE

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Recién comenzado el curso académico, recuerdo las sesiones de clase compartidas durante más de tres décadas con jóvenes esperanzados por alcanzar la vida que esperaba, pero desganados por el tedio de la tarima y aburridos ante la rutinaria tarea que recomenzaba tras el descanso estival descubridor del “verano del 42”, inolvidable refugio donde todos estuvimos amparados algún día.

En las sesiones de clase se ejecuta el plan previsto horas antes, con actividades escolares de motivación, aprendizaje y evaluación, acordes con la metodología adecuada para desarrollar cada objeto de aprendizaje, utilizando materiales de apoyo en un tiempo prefijado de antemano.

El sentido profesional avisa al profesor en qué momento debe introducir el chascarrillo que provoque la sonrisa, el comentario que relaje la tensión intelectual y la broma que divierta a todos. Porque las clases tienen que ser divertidas y relajadas, para introducir en ellas menos temor y más humor, de forma que los alumnos se lo pasen bien mientras incorporan aprendizajes en su estructura cognitiva.

A lo largo del tiempo ha cambiado el perfil de profesor, el modelo de alumno, la metodología, las interrelaciones, las actitudes y el tratamiento personal, hasta el punto que todo lo vivido por mi generación tiene escaso parecido con la realidad actual. No porque la clase en sí misma sea otra cosa, no. Las sesiones de clase mantienen un duende, una emoción, un encanto, un riesgo y una seducción, a la que es difícil substraerse.

Son la quintaesencia de la profesión docente, donde es preciso darlo todo, hasta lo que no se tiene, porque el periodo de clase representa el momento de máxima tensión intelectual en la tarea escolar, siendo a la vez la actividad más estimulante y satisfactoria de cuantas comparten docentes y discentes, representando el mayor reto al que enfrentan juntos, aunque algunas veces domine la indiferencia, el desinterés y el bostezo.

INDISCIPLINA

INDISCIPLINA

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Disciplina, de discipulina, es originariamente la instrucción que recibe un discípulo para aprender un oficio o para cumplir una norma de conducta. Pero esto ha derivado con el tiempo hacia su vertiente más negativa convirtiéndose en la ejecución forzada de una orden, obligando a que ésta se cumpla por encima de todo, empleando incluso la violencia cuando lo considere necesario quien da las órdenes, y sancionando a quien no satisface la voluntad del ordenante.

Cuatro disciplinas dominan sobre las demás: la militar, exigida por el código  que lleva ese nombre; la social impuesta por las leyes ordinarias; la escolástica dictada por los reglamentos docentes; y la doméstica, que hasta mi generación estaba impuesta por los padres, siguiendo una tradición de siglos. Todas ellas colaborando al buen orden social, castrense, docente y familiar, que beneficiaba a políticos, militares, profesores y progenitores.

¿Debe seguir siendo así en tiempo de crisis, abusos, desahucios, depredación y mentiras?¿Deben seguir los articulados obligando al cumplimiento ciego de mandatos superiores, sin consultar al obediente subordinado ni darle la oportunidad legal de negarse a cumplir una orden emitida, por descabellada que ésta sea?

Obsérvese lo peligroso de esta regla de juego universalmente admitida, que da poder omnímodo a unos individuos sobre otros para decidir sobre las vidas ajenas, usurpando voluntades y mutilando la libertad de conciencia.

Un militar español golpista advirtió que la disciplina reviste su verdadero valor cuando el pensamiento aconseja lo contrario de lo que se nos manda, cuando el corazón pugna por levantarse en íntima rebeldía o cuando la arbitrariedad o el error van unidos a la acción del mando. ¡Toma ya! Obedecer ciegamente es la esencia de semejante disciplina.

Si a un jefe se le ocurre enviar a los vecinos al matadero de una guerra sin sentido, las esposan compran velos negros, ponen crespones en las fotografías y los huérfanos pespuntean brazaletes negros en las chaquetas.

Si a un delegado del gobierno se le ocurre dar la orden de apaleamiento contra indefensos ciudadanos, los guardias desenvainan las porras y cargan las escopetas engomadas contra quienes defienden pacíficamente su futuro.

Si un profesor dicta órdenes caprichosas a los alumnos, comete tropelías didácticas, abusa del poder, exige lo que no corresponde y hace de la clase su sayo, pues nada: a obedecer.

En todo articulado normativo no existe un solo renglón dedicado a justificar la «desobediencia debida», pero hay muchos que liberan de culpa a los infractores alegando “obediencia debida”. Se trata de obedecer por encima de todo. De someterse a las órdenes del “comandante”, sin que ningún legislador haya reparado en el riesgo que corre la sociedad si el mandamás carece de seso para dar órdenes por mucho sexo que le sobre.

Tal vez ha llegado el momento de liberar las conciencias personales y apostar por la indisciplina y la solidaridad, si queremos sobrevivir.

ACUSACIONES IMPERSONALES

ACUSACIONES IMPERSONALES

La falta de valentía administrativa de algunos gestores públicos, unido al miedo de otros a tirar la piedra contra el caradura, para evitar que se convierta en un bumerán a su propia negligencia, hace que las llamadas de atención a los subordinados sean impersonales y generalizadas, metiendo en el mismo saco a justo y pecadores.

Las declaraciones del secretario de Estado de Administraciones públicas, don Antonio Beteta, son prueba de ello cuando dice al mundo que “los funcionarios deben olvidarse de leer el periódico y tomar un cafelito”. Sus palabras ofenden a muchos servidores públicos honestos y entregados a los ciudadanos, que se llevan trabajo a casa, sin tiempo para desayunar con sus hijos ni recrearse haciendo crucigramas o sudokus, al tiempo que enmascaran a los que no dan palo al agua. Es decir, mal.

Todos sabemos de profesores que se escaquean más de lo que pueden, de cirujanos que no saben coger el bisturí, de administrativos que se pasan el día defraudando con su trabajo a los contribuyentes, de funcionarios que no funcionan, de empleados públicos que roban muchas horas de trabajo con sus retrasos sistemáticos, sus salidas anticipadas y su escaso rendimiento.

Pero también sabemos que a su lado trabajan funcionarios públicos al límite de sus posibilidades físicas sin reconocimiento alguno y, en algunos casos, sufriendo en sus carnes la impunidad con que se mueven los estafadores sociales que están a su lado, siendo de dominio público el desprecio  que ponen en el ejercicio de su profesión sin que el jefe o jefa mueva un dedo para evitarlo.

No comparto para nada la generalización de Beteta, pero los directores de instituciones públicas están obligados a controlar la actividad de quienes dependen de ellos. Deben analizar los rendimientos de los subordinados y verificar el cumplimiento del horario, para eliminar a los parásitos que viven del sudor del vecino.

No hablo de látigos, ni de moving laboral, ni de persecuciones, ni de exigencias de trabajo más allá de lo que corresponde. Pido simplemente a las cúpulas directivas que eviten la discriminación, los “complementos” lineales y generalizados, las llamadas abstractas de atención, la tolerancia de lo que debe ser intolerable y el silencio, amparador de quienes se aprovechas de los demás.

Pero sé que esto no es posible porque así me lo han enseñado mis décadas como funcionario docente y la experiencia, ya que el valor administrativo escasea, la competencia de las cúpulas es dudosa, el apoyo recibido a las sanciones limitado y en algunas ocasiones el jefe debe guardar silencio y mirar para otro lado porque él también tiene mucha mierda profesional que esconder bajo la alfombra de su despacho.