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ESTADO DE DERECHO

ESTADO DE DERECHO

Un Estado de Derecho se caracteriza por someter todas las acciones políticas, laborales, sociales y personales, a las leyes vigentes, respetando la independencia de los tres poderes del Estado, así como el principio de legalidad y el de igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Demasiado hermoso para ser realidad, porque es otra la verdad.

Nadie duda que las leyes sean públicas, estables y defensoras de los derechos ciudadanos. Tampoco puede negarse la legalidad de su aprobación, la honradez con que se administran y su implementación. Lo que no está tan claro es que hayan conseguido plenamente los dignos objetivos que se proponen, a la vista de los resultados obtenidos.

Hay demasiadas vías de agua en las leyes, demasiada ingeniería financiera en las operaciones mercantiles, excesiva ingenuidad en los tribunales de justicia, mucho leguleyo con la toga al hombro, mentiras amañadas para escapar de la justicia, sobrada desvergüenza en los desvergonzados y abundante cemento armado en la cara de los políticos como para que el Estado de Derecho supere al Estado de Corrupción.

A pesar de ello, debemos confiar en los tribunales de justicia y tener con ellos la misma generosidad que Yavé tuvo con Abraham cuando negociaban la salvación de Sodoma, y conformarmos con ver en la cárcel de por vida a diez sinvergüenzas de los que hoy pisan moquetas con el alma corrompida, por muy saneada que tengan su cuenta corriente.

JUSTICIA Y DERECHO EN UNAMUNO

JUSTICIA Y DERECHO EN UNAMUNO

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Conferencia ayer en el Colegio de Abogados, con Unamuno en la solapa por bandera, para decirle a juristas, amigos y asistentes que don Miguel no vio en el horizonte más justicia que el perdón, porque el castigo envilece los veredictos de culpabilidad.

Militar en el krausismo, compartir la ideas de Ganivet y ser amigo de Dorado Montero no podía acabar más que en un hombre defensor de justicia indultora. Eso pensaba Unamuno cuando defendía con fe ciega la vocación correctora de las sentencias que lleva al compromiso ético, alejándose de la condición sancionadora.

Bien es verdad que hablaba de un concepto moral y pedagógico, alejado de toda consideración jurídica para un hombre como Unamuno que desacreditaba el Código Penal, pariente de la Ley del Talión, al olvidarse de rehabilitar al ofensor. Solicitaba este sentidor abolir las penas como sufrimiento impuesto al delincuente para hacerle expiar su delito, y sustituirlas por medidas de carácter preventivo y tutelar.

Unamuno, Montero, Maldonado y Giner consideraban a los delincuentes como débiles y desdichados que necesitaban más protección que castigo, por lo que el tratamiento de la delincuencia debía ser un caso particular de la tutela que debe otorgarse a los desvalidos, para rehabilitarlos socialmente.

Acepta don Miguel con gusto que se le llame antinomista, es decir, enemigo de una ley externa, inflexible, sancionadora, impuesta y dura, porque era partidario de una ley de inspiración moral, ética, correctora, mística, viva e interna que tuviera su origen en la propia conciencia del sujeto. Tal vez por eso repudia la pena eterna del infierno y las condenas impuestas fríamente por los jueces, distantes, sociales y objetivas.

No sólo de pan, – decía Unamuno -, sino de justicia, vive el hombre, pues los problemas de pan no son sino problemas de justicia, y es preferible un desorden justo que un orden injusto. La Justicia es algo más hondo y más grande que el Derecho porque donde hay justicia hay verdad, hay libertad, se pueden proclamar las verdades a todos los vientos y darle a cada uno lo que corresponde. Si amamos la verdad, debemos amar la justicia, porque justicia y verdad son todo uno.

Todo ello no le evitó tener siete pleitos con la justicia, dos como testigo y cinco como imputado. Ser condenado a dieciséis años de cárcel por cantarle al rey Alfonso y a Cristina las cuarenta. Y recibir sanciones económicas, para acabar finalmente deportado a Fuerteventura por el Directorio de Primo de Rivera y Martínez Anido, por delito de opinión, al tiempo que le suspendían de empleo y sueldo, desposeyéndole de la cátedra, el vicerrectorado y el decanato, cargos para los que fue democráticamente elegido por sus compañeros de claustro universitario.

¿ NIÑOS NO ?

¿ NIÑOS NO ?

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El Art.50.1 del Real Decreto 2816/82, de 27 de agosto de 1982, por el que se aprueba el Reglamento General de Policía de Espectáculos Públicos y Actividades Recreativas, establece que la empresa propietaria de un establecimiento lúdico “asume, frente a la Autoridad y al público, las responsabilidades y obligaciones inherentes a la organización, celebración y desarrollo” de las actividades realizadas en él. Es decir, que las personas físicas o jurídicas, entidades, sociedades, clubs o asociaciones son responsables – por imprudencia o negligencia – de lo que ocurra en el interior de los locales que regentan.

Esta circunstancia obliga a comprender que los propietarios limiten la entrada en sus recintos a determinadas personas, amparados en dicha ley y en la sentencia del Tribunal Supremo de 16 de febrero de 1993, firmada por el señor Bacigalupo con palabras incuestionables: “El dueño de un local no está obligado a tolerar la entrada de personas que, por las razones que sean, pueden generar conflictos que puedan afectar a otros clientes del bar o al propietario mismo”.

Falta añadir que la empresa no puede ejercer ese derecho colgando simplemente en sus paredes un rótulo anunciando “Reservado el derecho de admisión”, como hacen la mayoría de propietarios. El Art.59.1.e) del mencionado RD establece que: «El público no podrá, entrar en el recinto o local sin cumplir los requisitos a los que la Empresa tuviese condicionado el derecho de admisión, a través de su publicidad o mediante carteles, bien visibles, colocados en los lugares de acceso, haciendo constar claramente tales requisitos».

O sea, que si el propietario publicita adecuadamente los requisitos a cumplir por los clientes para entrar en su local, – siempre que no discriminen arbitrariamente -, tiene derecho a prohibir la entrada en el mismo quienes incumplan los requisitos, sin vulnerarse con ello el principio de igualdad.

Llegados a este punto, los lectores se preguntarán a qué viene un preámbulo explicativo tan extenso. Pues bien, tiene su origen en la decisión tomada por la dueña de un céntrico restaurante bilbaíno de prohibir la entrada en el mismo a los niños, advirtiendo en la entrada lo siguiente: «Reservado el derecho de admisión a quien con su comportamiento incívico cause molestias a otros usuarios, y también a los menores de edad, acudan solos o acompañados«.

Al parecer, la prohibición se debe a los chillidos, galopadas, disputas, riñas, ajetreos, rabietas, llantos, berrinches y alborotos de los niños, que causaban molestias a los comensales. Como sufridor de esta circunstancia y testigo de otras parecidas, entre las que se cuentan el atropello con un carro guiado por un niño en el supermercado que casi deja sin tobillo a una señora, o el balonazo que recibió un caballero que estaba sentado en una terraza de verano, propinado por un niño que jugaba al fútbol entre las mesas, me autorizan dejar en esta página dos reflexiones.

Nunca he sido partidario de prohibiciones y castigos colectivos provocados por un grupete de vándalos, y tampoco voy a serlo en este caso. A la propietaria del restaurante le bastaría
con reservarse el derecho de admitir “a quien con su comportamiento incívico cause molestias a otros usuarios”, sin excluir a todos los infantes porque hay niños bien educados por sus padres, aptos para acudir a restaurantes y vivir en sociedad, que no merecen esa prohibición.

Por otro lado, hay niños que no tiene culpa alguna de tener los padres que tienen, siendo estos los merecedores de tal prohibición, y no las irresponsables criaturas, maleducadas por sus progenitores, máximos responsables de la educación moral, intelectual y social de los hijos.