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EL DÍA DE LA SALUD COMENZÓ EN CÁDIZ

EL DÍA DE LA SALUD COMENZÓ EN CÁDIZ

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Siguiendo la vieja tradición, hoy se sortea la lotería navideña – más conocido como «día de la salud» – dándose el pistoletazo de salida a las fiestas navideñas que se prolongarán hasta el 6 de enero de 2015 con la llegada a los zapatos de reales obsequios que no cayeron por la chimenea la noche del 24 de diciembre con Papá Noel.

Buen día para recordar que el primer sorteo navideño fue cantado el 18 de diciembre de 1812 en Cádiz, cuando los gaditanos peleaban por la Constitución mientras compraban  décimos a 4 reales de vellón con la esperanza de llevarse los 8.000 pesos del premio gordo, aquel año reservado a Bernardo Nueve Iglesias, propietario del boleto adornado con el número 3.604.

Las telarañas que dejaron en las arcas del Estado las batallas contra el gabacho invasor, agudizó el ingenio del Gobierno que vio en la lotería una forma limpia, fácil y rentable de recaudar fondos sin que los españoles se dieran cuenta de la jugada, surgiendo así la “lotería moderna”, para distinguirla de “la primitiva”, creada años antes por Carlos III.

Desde Cádiz y San Fernando, pasó a Ceuta la fortuna, luego a Andalucía, hasta implantarse en todo el territorio nacional en 1897, cuando fue bautizado el sorteo de hoy con el nombre por todos conocido, repartiéndose durante la incivil guerra dos premios gordos, uno por cada bando.

Suerte deseo a todos los amigos de este blog en el día de la salud, pues en ninguna otra jornada se valora tanto como en esta, sobre todo por los desafortunados que no han rascado más que una simple pedrea o la esperanza de que el “niño” compense la mala suerte de hoy.

COMIENZO COLONIZADOR

COMIENZO COLONIZADOR

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El 25 de septiembre de 1493, salió Cristóbal Colón desde Cádiz en su segundo viaje al nuevo mundo, con una flota de 17 barcos, 5 naos y 12 carabelas, albergando en ellas una tripulación de 1.500 navegantes, formada por artesanos, soldados y campesinos, a quienes se sumaron clérigos y herméticos arcones para almacenar el oro, porque el segundo viaje de Cristóbal tenía como objetivo la colonización ideológica y la esquilmación de riquezas.

Al llegar a las islas caribeñas, Colón se llevó el primer varapalo de los indígenas, pues no quedaba rastro del Fuerte Navidad construido en La Española con los restos de la carabela Santa María, ni hálito de vida de los 39 hombres que allí dejó para proteger al cacique Guacanagari de los caníbales, a cambio de un cofre lleno de oro, sin que los conquistadores entendieran que los nativos querían seguir en taparrabos con su cultura, creencias y tradiciones.

A partir de ese momento, la rapiña y los cristazos brillaron con su presencia, y el enriquecimiento de Colón fue imparable por ser nombrado almirante y virrey de los paisajes descubiertos, con derecho a recibir la décima parte de las riquezas en todas las conquistas que raalizara en aquel el territorio otorgado por bula del valenciano papa Alejandro VI para su colonización.

Tierras alejadas del japonés Cipango donde creyó fondear Colón, pensando haber seguido la ruta hacia el oeste para demostrar que la Tierra podía rodearse en barco, muriendo años después sin saber que en medio del océano estaba América entre Europa y Asia, ignorando además que Cipango quedaba a 15.000 km hacia occidente.

MILICIA EN EL CASTILLO

MILICIA EN EL CASTILLO

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Hay fechas inolvidables en la vida de las personas que para los demás pasan desapercibidas, como me sucede a mí con el 12 de agosto de 1974 – ¡Dios!, hace ya cuarenta años – en que fui injustamente arrestado mientras «veraneaba» de milicio en el gaditano castillo de San Sebastián, donde pasé los tres meses de verano recluido, curtiéndome como un gladiador para una guerra que solo existía en la mente de quienes vivían de la milicia.

Los cincuenta y cinco universitarios llegados de toda España a esa fortaleza, compartimos penalidades de infeliz recuerdo, con actividades de obligado cumplimiento que nada tenían que ver con el oficio que nos esperaba allende las almenas, sometidos a una disciplina “nunca bien entendida ni comprendida” que no tenía valor alguno si era grata y llevadera, pero que revestía de mérito su cumplimiento cuando las órdenes se cumplían, aunque repugnaran la razón.

Orden cerrado con la escopeta al hombro, orden abierto rodando por el suelo, carreras a toda hora, clases dislocadas sin pies ni cabeza, guardias cada cinco días, marchas nocturnas de veinte kilómetros, canciones artilleras, arrestos a discreción y cañonazos sin ton ni son con el “8,8” y el “15,24 de costa” desde las troneras del castillo, sobre hipotéticos enemigos convertidos en blancos móviles marinos.

Todo ello, en medio de pequeños oasis de reposo y olvido, como el reparador baño antes de comer en la playa privada de la fortaleza, el descanso en la sobremesa para escribir a la novia desde lugar apartado, la reconfortante merienda vivificada, las escapadas por Cádiz en busca de lo que se busca cuando el cuerpo pide buscarlo tras cambiar ropa militar por civil en el váter de un bar cercano y los cucuruchos de pescaíto frito con cerveza, que se compraban en las freidurías callejeras.

CÁDIZ

CÁDIZ

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Recostado en una almena del Castillo de San Sebastián, a la sombra del faro y bañado por la luz del océano, retrocedo cuarenta años en el calendario para evocar nostalgias en la Caleta vestido de color caqui, cuando la milicia universitaria se me antojaba castigo y el destierro apenas era consolado por las cartas que llegaban al fugaz descanso de la sobremesa estival.

Permanece la estrechez de la pasarela que nos llevaba desde el castillo a la ciudad y continúan las mareas con su ir y venir cegando y liberando los ojos del serpenteante recorrido que separaba la vida civil y militar, pero no hay rastro de la taberna donde burlábamos la disciplina del uniforme con ropa de paisano, para facilitar encuentros con las faldas, imposibles de lograr con las botas de hebillas y el gorro cuartelero.

Aquí sigue Puerta Tierra, el Teatro Romano y la catedral de Santa Cruz reflejando la luz del sol en sus azulejos dorados. Tampoco se ha movido del sitio donde quedaron, el monumento a las Cortes, la cárcel Real y el descendiente del achacoso vaporcito Adriano II que nos ha llevado una vez más al Puerto de Santa María, para recordar a Rafael Alberti y visitar los cocederos que muestran afanosos sus mariscos.

Pero no queda rastro por las calles gaditanas de los quioscos de fritura, cuando los pescaítos pasaban del cucurucho de papel a la mesa del bar, acompañados de cerveza y bromas de los paisanos a los jóvenes milicianos que hasta allí llegábamos desde todos los rincones de España, para hacer sonar los cañones del 15/24 emplazados en la terraza superior de la fortaleza.

¡VIVA LA PEPA!

¡VIVA LA PEPA!

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En plena Guerra de la Independencia, con la ciudad de Cádiz asediada por las tropas del emperador gabacho, bombardeada y sufriendo una epidemia de fiebre amarilla que diezmaba la población, se reunieron los intelectuales y políticos de la Junta Suprema Central para tomar las riendas del país, liquidar el antiguo régimen y abrir las puertas a una nueva organización del Estado.

Esto sucedió el 19 de marzo de 1812, cuando el Corte Inglés no había ordenado todavía la celebración de la jornada paterna y los “pepes” ya celebraban su santo, recordando al santo varón que aceptó complacido el embarazo de su mujer por obra y gracia de una espiritual paloma, sin decir palabra ni hacer caso a las murmuraciones de los vecinos.

En la “tacita de plata” agujereada por los disparos y perforada por bayonetas caladas, se reunieron los padres de la patria para dar a luz la primera Constitución española, – muy progresista ella para la época -, que basaba su doctrina en la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, como el heredero del abyecto “Indeseado” nos recordó en Nochebuena.

Carta Magna que consagraba derechos fundamentales como la libertad, la educación y la propiedad, al tiempo que separaba los poderes del Estado, proclamaba el sufragio universal masculino, establecía la monarquía constitucional y acababa con los señoríos.

Pero en los diez grandes Títulos de la Pepa no se reconocían derechos a las mujeres, se consagraba la confesionalidad católica del Estado, se prohibía cualquier otra religión y, lo que es más importante, el rey era rey “por la gracia de Dios”, un Dios muy gracioso y simpático que dos años después sentó en el trono al felonazo de Fernando VII, que se llevó por delante la pobre Pepa de una patada, para mantener el poder absoluto que la Constitución le negaba.

CAÑETE, EL INCOMPRENDIDO

CAÑETE, EL INCOMPRENDIDO

El ministro Cañete  no merece la extrema dureza con que algunos medios de comunicación le han criticado por estar aplaudiendo verónicas gaditanas y estoconazos  en el hoyo de las agujas a morlacos,  junto al jefe del Estado, mientras las llamas flambeaban la piel de toro llevándose por delante vidas humanas y parque nacionales.

Los censores ignoran que el pobre ministro Cañete no ha tenido más opción que obedecer a pies juntos y en primera posición del saludo, las instrucciones llegadas de la Presidencia del Gobierno ordenándole que se dejara en paz de tonterías y acudiera a la corrida de toros del sábado en Cádiz.

A él, – al ministro me refiero -, le hubiera gustado cumplir con sus obligaciones y mostrar solidario espíritu, – del que va sobrado -, a las familias de los dos brigadistas muertos en el incendio, pero el que manda, manda, y no tuvo otra opción que sacrificarse viendo como los muñecos trágicos de la tauromaquia lucías sus trajes ante las reses bravas.

El ministro de Agricultura hubiera preferido controlar personalmente la evacuación de 5.000 personas en La Gomera, pero los toros, son los toros; la diversión, es la diversión; y las órdenes, son órdenes; que la obediencia y el festejo también forman parte del poco sueldo que recibe el inocente Cañete.

Sabemos que el responsable de Medio Ambiente presentó la dimisión a Rajoy por obligarle a ir a los toros, en vez de estar presente en la extinción de incendios en los parques nacionales de Garajonay, Doñana y Cabañeros, pero se olvidó enviar la carta de dimisión por tener que acompañar al rey de España en el festejo.

Eso sí, al rey nadie le obligó a ir a los toros, faltaría más. Pero acudió a la corrida porque lleva los cuernos en la sangre, para demostrarnos que esos borbónicos genes son la causa del aborrecimiento que Sofía siente por la fiesta nacional, pues bastante tiene ya con las lidias domésticas que ha sufrido en palacio.