OTOÑO EN PRAGA
Es el sol que el verano ha negado a la ciudad, la luz del otoño renacido tras la incesante lluvia estival. Y la rebeldía de los verdores tardíos desplegados entre maizales, el reencuentro de los turistas del sur con las ennegrecidas fachadas, recuerdo de lejana sequía de libertades tras un largo telón metálico, pespunteado con hoces a martillazo limpio.
No hay en el otoño 2011 recuerdo alguno en los praguenses de aquella lejana primavera, hermana del mayo francés de 1968. Para los jóvenes, apenas quedan del abuso unos renglones en los libros de texto como fecha histórica aislada. Y para los adultos, que sintieron el pisotón en su libertad de los tanques rusos, el olvido de lo que fue y la condena unánime de lo que nunca debió suceder.
En este otoño les queda a los praguenses como penoso recuerdo las señales de altura que el desbordamiento del Moldava hizo sobre las paredes de las fachadas en agosto de 2002, cuando decidió sublevarse al cauce que cercenaba su libertad, encajonándolo entre muros y obligándole a pasar bajo los 16 arcos beatíficos del puente ordenado construir en 1357 por el venerado Carlos IV, hermoso donde los haya, si el exceso de turistas no rompiera su belleza, asombrando el gentío a las 30 estatuas que soportan con resignación el acoso permanente de las cámaras fotográficas.
Las cruces católicas en infinitas iglesias veneradas por el 20 % de sus habitantes, no inquietan al 60 % de ateos que pasan indiferentes por sus puertas, bordeando la judería donde reposan escalonados los restos de judíos que emigraron desde Moscovia expulsados por los Vendos. Llegaron errantes a Bohemia en el año 850 con la Tora en la mano y los enseres al hombro, a postrarse ante el duque Hostivít, que les permitió levantar sus cabañas en la margen izquierda del omnipresente río Moldava, permitiéndole a Borges escribir su maravilloso Golem.
La decoración y estilo de sus fachadas otorga a las calles una quebrada ondulación complaciente, sin premeditación alguna ni aviso previo, acompañando un movimiento arquitectónico que condena perpetuamente al éxtasis a quienes las contemplan los edificios desde el ojo digitalizado de la pantalla.
Condensa Praga en este otoño, el prematuro advenimiento de la nieve en tibios atardeceres y refrescantes mañanas, obligando a los madrugadores visitantes a rodear el fuego de leña que envuelve la plaza más buscada, donde los perniles de cerdo asados giran incesantes esperando la demanda de los que aguardan la salida de los apóstoles por los ventanucos del reloj.
Sobre los adoquines de la plaza queda la inseguridad fomentada por los “catedráticos del hurto”, que nos decía Marcos; el recuerdo del último bombardeo de los aliados perfilando la fachada; Kafka concluyendo El Proceso en su escritorio; Einstein saludando a los curiosos; la antipatía de los camareros, la sopa, el gulash y las patatas hervidas.
Pero también queda la nostalgia de un retorno inevitable porque no será posible vivir otros veintiséis años más para volver a Praga, recordando la primavera de 1984 cuando tuve que pasar dos controles en la frontera y me cambiaron todos los francos suizos que llevaba por billetes falsos apartados del curso legal.