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ZAPATEIRA

ZAPATEIRA

Unknown

Cuando digo Zapateira no me refiero a la fémina gallega que repara los zapatos, sino a un privilegiado campo coruñés enclavado en el monte que le da su nombre, al que se llega ascendiendo por el asfalto entre lujosas mansiones y salvando la locura acelerada de conductores homicidas.

Terreno urbanizado con caminos de verde hierba cortada que serpentean entre eucaliptos de altura y pequeños lagos, haciendo las delicias de quienes pasean por sus amplias calles alfombradas dando golpes a una pequeña esfera, con intención de introducirla en un discreto agujero situado en la zona más caprichosa de una ingrata planicie, dando el menor número posible de golpes.

Feliz lugar de reposo mental y placentero esfuerzo físico, compartido por ociosos seres humanos que viajan por caminos paralelos a la crisis pero sin sufrir contaminación por ella ni ver recortado el micro estado del bienestar donde se mantienen, a pesar de los tijeretazos dados por un paisano de la tierra donde se encuentra este privilegiado espacio deportivo.

Tees de salida ajardinados con hortensias multicolores, lagos donde la patena del agua rompe su espejo inmaculado por el violento impacto de bolas descarriadas que provocan la ira de los malos aficionados, continuas subidas monte arriba y bajadas por laderas de sufridora pendiente, hacen de la Zapateira un buen lugar para que dos paseantes acompañen al golfo que golfea con pretensión de ser golfista.

Golpe arriba o abajo, con menos de quinientos porrazos se superan la cuesta del hoyo 1; la precipitada bajada del 5; el lago come-bolas del 14; los interminables kilómetros del 4; y las inexpugnables defensas del 18, desde donde los curiosos contemplan la llegada de los jugadores, tomándose una copa de albariño en grata compañía, como hicieron los peregrinos al terminar el recorrido por el privilegiado espacio donde no queda rastro del innombrable.

VIAJAR

VIAJAR

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Un colega danés que coincidió conmigo en Bruselas, me preguntó irónicamente un día si con cincuenta años todavía viajaba, queriendo decirme que a esa edad ya tendría que estar cansado de viajar, y no le faltaba razón a este amigo. Confieso que me cuesta viajar a lo desconocido, después de haber rodado de un sitio para otro durante muchos años, hasta el punto que algunas veces al despertarme por la mañana tenía que pensar dónde me encontraba.

A medida que aumenta la edad, disminuye en mí la apetencia viajera por descubrir paisajes nuevos, pero se mantiene intacto el deseo de repisar queridas tierras, abrazar amistades duraderas, revivir entrañables recuerdos, entonar viejas canciones, desempolvar vivencias imborrables y colorear fotografías en sepia, llevándole la contraria a Ralph Waldo Emerson para quien viajar era el paraíso de los tontos, porque vagar por el mundo hace a los hombres discretos, como decía Cervantes, negando que los viajes sean la parte frívola de las personas serias, en opinión de la señora Swetchine.

Una patología viajera consiste en viajar por viajar, siendo un error confundir  desplazarse con viajar. En el primer caso se trata de un traslado similar al de la maleta donde se transportan los enseres. Viajar es conocer, curiosear, patear, empaparse, preguntar, digerir, aprender, dialogar, anotar y descubrir, negando así la topofobia unamuniana, que hace huir a los viajeros de su lugar de origen aunque vayan rumbo a la nada.

Evocando páginas dormidas, recuperado nostalgias perdidas, recreando el alma, reforzando amistades y recibiendo cálido aliento, he llegado un año más a Galicia para emborracharme de mar, pelotear La Zapateira, embriagarme de aroma salubre, visitar A miña casa, saborear zamburiñas, cegarme con atardeceres, pisar la lonja y recordar en Bastiagueiro los primeros pasos de un amor que ya dura cuarenta y siete años.

CHOVE EN EL MAR

CHOVE EN EL MAR

Muchas veces he cantado con don Amancio, no Ortega, sino Prada, a los ríos y fontes de Rosalía y también he pedido lluvia con el berciano.  ¡Deixalo chover y tronar!, gritábamos, sin saber las consecuencias derivadas de nuestras peticiones.

¡Calado hasta las prendas íntimas me ha dejado la lluvia sin piedad en el monte Zapateira!, lo cual me hace pensar que no entonábamos demasiado bien las canciones gallegas o que nos faltaba el acento necesario para darle la dulzura que otorgan los nativos a sus “graciñas”, “poquiño” y “Paquiño”.

Dicen que en Santiago la lluvia es arte, pero en el campo es preludio de pulmonía, de la cual me ha librado el apóstol, gracias a Dios. Es decir, que tras “cerrar España” ha tenido tiempo el de Zebedeo para ocuparse de mi salud, con ayuda del Jefe.

Superado el indeseable chapuzón de lluvia, a base de más agua bajo la ducha, me eché por los Cantones arriba hasta el paseo marítimo, con chubasquero,  paraguas y buen humor.

Entonces todo fue distinto y se hace difícil explicar con palabras la compensación recibida, porque fue la lluvia en el mar espectáculo de placer imposible de predecir. Apoyado sobre la balaustrada y recogido bajo la protección amparadora del quitalluvias donde golpeaban discretamente las gotas, pude recordar un espectáculo semejante en mi soltería mallorquina, cuando la milicia universitaria me llevó a los acantilados de Cabo Blanco una tarde de lluvia inclemente que recuerdo con nostalgia conmovida, en la lejanía de un tiempo enloquecido de juventud y amor furtivo en el coche ametrallado de gotas frente al mar.