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Etiqueta: vesanía

TORTAZO, BOFETADA O PUÑETAZO

TORTAZO, BOFETADA O PUÑETAZO

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Los medios de comunicación han dado la noticia de la agresión sufrida por el presidente del Gobierno, calificándola de bofetada o tortazo, cuando en realidad se ha tratado de un puñetazo en toda regla académica, propinado por un intolerante visionario iluminado con propia vesania, al que salvarán de un castigo mayor sus diecisiete años.

Tortazo, bofetada y puñetazo, “ese es el orden, Sancho” que diría el de Tábara, porque el tortazo como bofetada en la cara es aclarado como golpe dado en el carrillo con la mano abierta, estando ambas calificaciones muy alejadas del golpe propinado en la cara a Rajoy por el «orgullosso» radical que le ha dado en el parietal con el puño de la mano, calificado como puñetazo por la Academia.

Nada hay que justifique una agresión personal en el mundo racional donde hipotéticamente vivimos, asistido por la razón que a todos nos define. Nada hay que disculpe una agresión, sea esta verbal o física, venga de donde venga y la practique quien la practique, confirmándose que el ejercicio de la violencia física pertenece al mundo de la sinrazón, pudiéndose calificar como irracionales a los sujetos que la practican.

Es fácil, pues, concluir que los seres irracionales que ejercen o promueven la violencia, deben ser excluidos de la sociedad donde habitan las personas racionales, sin miramiento de edad, oficio o parentesco, porque no hay violencia menor ni merece indulgencia quien se abre paso en la vida a puñetazo limpio, navaja en mano o con pistola en cartuchera.

ENCANTO DONOSTIARRA

ENCANTO DONOSTIARRA

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Dudas amparadas por la inconsciente vesanía de un puñado de fanáticos delirantes que dejaban pinceladas rojas en togas, uniformes, urnas electorales, sillones institucionales, mandiles y camisas, me impedían aceptar la evidencia de un pueblo acogedor, que nada tiene de ceñudo, áspero, intratable y descortés, porque el alma donostiarra confirma lo contrario, mostrando cordialidad ajena a la tosquedad mesetaria, trato amable, sonrisa franca, celo servicial y amabilidad hecha costumbre en un pueblo que merece otro retrato.

Donostia se mueve sobre dos ruedas en bicicleta, congregándose a horas distendidas en tabernas donde los caprichos culinarios promueven las delicias de propios y extraños, mientras refleja sus perfiles en la pulcritud de las fachadas y pasea hermanadamente distendida por las estribaciones del monte Igueldo que protege el remanso aconchado de su bahía remansada a los pies de un Cristo evocador del cerro Corcovado.

No es el Kursaal, ni la catedral del Buen Pastor, ni el Teatro Victoria Eugenia, ni el Aquarium, ni el Peine del Viento, ni los museos, ni la Isla de Santa Clara, quien ha cautivado finalmente a este predicador unamuniano, sino el alma de un pueblo que madruga, trabaja, sonríe y se ofrece por entero al caminante, ahogando en el afecto del encuentro la negra historia dictada por el desencuentro.