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UNAMUNO, POETA SENTIDOR

UNAMUNO, POETA SENTIDOR

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Fibrosa, sobria, macerada y profunda es la poesía de Unamuno, opuesta a estilos aterciopelados y condimentos estéticos. Poesía parda, dura y terrosa con sabor a estepa castellana diluida en verdores de montes bilbaínos. Lengua de fuego atormentada por el misterio que salmodia en la noche, harto de buscar los ecos de la imposible epifanía.

La poesía del vasco-salmantino no puede ser aprehendida por carecer de término, límite o frontera. No sabe de raza, religión, lengua o patria, pues nace del sentimiento para hacerse universal patrimonio común en medio del mundo cotidiano, versificando cuanto hay de sagrado en la tierra. Por ello, no encuentra Unamuno poesía donde no haya pasión, donde no haya cuerpo y carne de dolor humano que sufre o se complace; donde no haya lágrimas de sangre o dicha del alma que sostengan los versos.

No siega don Miguel ni un solo verso de su obra, ni expurga el más torpe endecasílabo que sale de su pluma. No recorta estrofas ni selecciona contenidos. La vierte toda sin mutilaciones. Íntegra, según del corazón le brota, porque a todo hijo que nace de su alma le da cabida en las páginas, sin predilecciones ni escamoteos, sobreponiendo la sinceridad a la estética.

Este hombre agónico en su lucha por la verdad, vierte su alma en estrofas descarnadas, donde fluye deliberadamente su perpetuo anhelo de perduración, su vocación de vida eterna, sin hallar respuesta a la imposible resurrección en medio de la vida, donde se alza orgulloso él mismo, como árbol solitario, desafiándolo todo.

En cada poema se detiene el tiempo acotando el espacio como si de un autorretrato se tratara, todos ellos hijos predilectos de su alma. Obra poética como dietario vital. Resumen de larga vida envuelta en agónica existencia, donde podemos ver las dudas, esperanzas y lágrimas, de este poeta sentidor.

WALT WHITMAN

WALT WHITMAN

Sabed que soy muy mal lector de novedades, pero excelente relector de obras que me dejaron huella. Es decir, que me interesan poco las primicias literarias y vuelvo tantas veces como deseo a las páginas que deleitan mi espíritu.

Este perpetuo retorno a la complaciente literatura que me satisface me ha llevado a pasar dos días con Walt Whitman en West Hills, una aldea que empezaba a crecer frente a Nueva York en 1819, donde he sido bien recibido por el más grande poeta que Norteamérica ha dado al mundo.

Sentado sobre sus refrescante “Hojas de hierba” he gozado nuevamente del verdor de la vida en este caluroso, seco y agostado agosto, sin otra pretensión que la de abandonarme en los versos de la frustrada vida del poeta.

Walt había perdido su trabajo unos meses antes de que sus “hojas” aparecieran en las librerías, con el desgraciado mérito de saber ocultar entre sus versos lo prohibido en una sociedad cínicamente puritana. Poemario que insinúa tímidamente lo intolerable, sin vulnerar los límites de la libertad impuesta en un país  que supeditaba la libertad a la castidad.

Mucho debió sufrir Walt al verse obligado a cambiar en sus versos el vocablo “él” por el de “ella” para no ofender la falsa pureza de los inquisidores sociales de la época. Grande debió ser la frustración de fingir aventuras amorosas con mujeres que nunca existieron en su vida. Mucho debió padecer aparentando ser lo que no era. Y eterna la culpa de una sociedad que le obligó a inventar seis hijos que nunca tuvo.

EL DON DE LA AMISTAD

EL DON DE LA AMISTAD

Versodiario 9 :

Primavera nocturna en las tabernas                                                                                                con el poeta de la ebriedad y los conjuros.                                                                                      Alianza, condena y vuelo de celebración,                                                                                        ya legendario en mi futuro.

El encuentro casual con un viejo amigo, maestro, escritor y biógrafo de su paisano, me ha traído el recuerdo del poeta zamorano que un lejano día de abril me entregó su alma a manos llenas, sin pretenderlo él, ni buscarlo yo.

Fue el don de la ebriedad real quien puso semilla de amistad entre nosotros, manteniendo hasta su muerte la nostalgia de una eterna – por inolvidable – noche de vino en tabernas solitarias, hasta caer derrotados en las respectivas camas del hotel que nos habían reservado los organizadores de las conferencias.

Él tenía que hablar de poesía una hora después de tendernos cada uno en su lecho, y yo del sistema educativo, a un auditorio de profesores en plena reforma de la enseñanza. Y pudimos hacerlo los dos, porque la ebriedad nocturna se tornó en claridad fulgente por mutua comunión profana con sus versos, los de Claudio Rodríguez, desentumeciendo milagrosamente las palabras que pronunciamos.

“Siempre la amistad viene del cielo, – me dijo parafraseando su poema – es un don: no se halla entre las cosas sino muy por encima, y las ocupa haciendo de ello vida y labor propias. Así amanece el día; así la noche cierra el gran aposento de sus sombras. Y esto es un don”.

Felicísimo don de la ebriedad aquella hermanada noche soriana, al abrigo tutelar de la catedral de Burgo de Osma. Indulgente turbación pasajera de los sentidos que nos fundió en un abrazo de madrugada. Redentor exceso de las cepas, cómplice nocturno de confidencias en jornadas perdidas con Ángel González – petaca de whisky al hombro – de aeropuerto en aeropuerto, por varios estados americanos, en busca de la universidad donde los estudiantes esperaban la llegada de Claudio.

Fue el don de la ebriedad aquella noche nuestro mejor presente, y el recuerdo imborrable que en mí perdura del gran poeta amigo, que se llevó la parca miserable el 22 de julio de 1999 dejando a Clara sola y sin oportunidad de ir a buscarlo, porque esta vez fue de verdad su ausencia y se nos perdió para siempre en otra geografía.