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EL «OFICIO» DE SER PADRES

EL «OFICIO» DE SER PADRES

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En vísperas de Reyes Magos, cuando hacen de monarcas conseguidores los padres de las criaturas que sueñan el milagro de la magia, es buen momento para reflexionar sobre el oficio más antiguo de la Humanidad, aunque algunos pretendan conceder esta primacía a las mujeres de vida fácil, usurpando el privilegiado lugar a los padres, merecedores de tal honor por derecho propio.

No hay «oficio» más difícil, sacrificado y en ocasiones desagradecido, como la de ser padres. Ingrato, porque no siempre llaman a su puerta los beneficiarios para dejar una limosna de gratitud; difícil, porque los padres desconocen a veces la ruta a seguir para abrir sendero a los hijos; y sacrificado, porque no admite descanso, se trabaja a jornada completa de veinticinco horas diarias, se paga la vida como salario y no hay jubilación posible.

La paternidad y maternidad son estados que corresponden a padres y madres, compartiendo tareas sin desmayo con inagotable entrega a los hijos, perenne quehacer diario, dedicación incondicional, generosidad ilimitada, paciencia infinita y tolerancia beatífica, sin esperar a cambio más que besos y sonrisas de los favorecidos por tanta abnegación, sacrificio, renuncia, sudores y dolores.

Los padres engendran vidas que no les pertenecen, protegen aves que volarán lejos algún día a su propio nido, orientan el rumbo de náufragos hasta que ellos adquieren pericia para viajar por la vida, ejemplarizan con la esperanza de que sus actitudes perduren y entregan a los hijos cuanto les pertenece, incluido aquello que no tienen.

En compensación, los padres son el primer blanco de la ojeriza infanto-juvenil de sus hijos, porque representan la fuerza opresora más inmediata y cercana, que impide a los principitos hacer aquello que les gustaría hacer y no deben hacer, obligándoles los padres a hacer lo que de ninguna forma harían si no fueran obligados a hacerlo.

El legítimo deseo de los padres y su mayor aspiración es ver crecer a los hijos sanos y felices, hacerse hombres y mujeres en libertad, trabajar en aquello que les satisface, tener una pareja que los complemente y formar un nuevo hogar, algo que contradice su aspiración  de que los hijos permanezcan siempre junto a ellos.

ORFANDAD DE LA RADIO

ORFANDAD DE LA RADIO

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Todos los sonidos que percibimos a través del aparato de radio nos llegan desamparados, con la orfandad propia de quienes no tienen padre que proteja su desvalimiento en la historia, porque son varios los progenitores que se atribuyen la paternidad de este singular invento que nos entretiene, informa y acompaña en lugares inaccesibles para la imagen.

Probablemente fue Tesla el primero que dio con la clave de las emisiones de radio en la década de los cuarenta del siglo XIX, consiguiendo que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos dictaminara la legitimidad de su patente, reconociéndole el mérito de su invención, pero sin comunicarlo a la opinión pública. Tal circunstancia fue aprovechada por el italiano Marconi, quien patentó la radio en el Reino Unido años después, siendo rechazadas ambas patentes por Rusia que atribuyó el invento a publicaciones anteriores de su compatriota Alexander Popov.

Sea como fuere, la radio vive entre nosotros porque Guillermo Marconi la comercializó, mereciendo por ello los honores y felicidad que le negó la vida por mantener relaciones sexuales con su hermana pequeña, teniendo varios hijos con dificultades mentales, al añadirse un cromosoma al par 21 del cariotipo celular de los descendientes.

Realizó Marconi comunicaciones inalámbricas entre las ciudades de Dover y Boulougne, situadas en sendas orillas del Canal de la Mancha, antes de cruzar el Atlántico y asentarse en Terranova para recibir un día como hoy de 1901 la primera señal de radio transatlántica enviada desde Inglaterra, en forma de letra “m” en código morse, tras recorrer 3.360 km a través del océano.

SER «PROGRE»

SER «PROGRE»

No van descaminados  quienes emplean el término “progre” para desacreditar a los que juegan a ser lo que no son, mostrando el reverso de la moneda a base de banalizar el progresismo, como antítesis del regresismo.

Lo que hace años fue santo y seña de una actitud que se lucía con orgullo, está hoy demodé. Esa es la realidad, por mucho que les duela a quienes a ello jugaron y presumieron, enarbolando grandes bufandas, trencas desgastadas, pelo largo y desaliñadas barbas, hoy encanecidas porque el tiempo no perdona.

No sé si los aparentemente “progres” que todavía quedan por el mundo tienen claro qué es ser progresista o si todavía viajan por el marihuano limbo pensando que su posición está definida en el pacifismo que predican,  aunque voten a partidos que mandan jóvenes a guerras pacificadoras, sin percibir la contradicción.

Tampoco sé si estos “progres” siguen atribuyéndose la paternidad del nacionalismo sin percibir que hay nacionalistas de todos los colores. Ignoro si continúan llamando carcas a los creyentes, aislándolos del grupo “progre” que se declara ateo o seguidor del budismo o del hinduismo, olvidando que hay descreídos en la derecha y meapilas en la izquierda.

Tal vez sigan creyendo que fumar “maría” y quemar bolitas de “chocolate” con hebras de Fortuna en la palma de la mano es patrimonio exclusivo de ellos, desconociendo que a este deporte se apuntan ciudadanos de  todos los bandos.

Supongo que ser antiamericano seguirá siendo más “progre” que no serlo y que muchos continúan gritando “yankees go home”, pero unos y otros viajan al país del dólar, consumen productos americanos, ven películas hollywoodenses, disfrutan con la NBA e imitan gestos de los vaqueros y ejecutivos de Wall Street.

Pensador hubo, incluso, del famoso 66, que atribuyó la creatividad y progresía a la izquierda, otorgando la erudición y el conservadurismo a la derecha.

En mi juventud se tildaba también de “progre” a quien iba en alpargatas, leía a Mafalda, tenía un póster del Che en la habitación, escuchaba a Bob Dylan, conseguía libros de poetas prohibidos, veía películas de ensayo, compraba artesanía, era vegetariano, pertenecía a un grupo de teatro y practicaba el amor libre siguiendo los pasos de Sartre y Simone.

En resumen se atribuía a los progres un compromiso con la izquierda, en muchos casos inexistente, porque ser verdaderamente progre no es patrimonio de izquierdas ni derechas, pues a uno y otro lado de la pequeña fisura que los separa hay personas innovadoras y progresistas de verdad.

Resolvamos, pues, el problema.

Abrimos el diccionario y nos encontramos con que progre es la expresión apocopada y coloquial de progresista, es decir, persona con ideas avanzadas, lo cual no parece aclararnos duda alguna. Tampoco lo hace la segunda acepción, atribuyendo el término a quienes pertenecían al partido liberal.

Vamos a decir que progresista es quien favorece el progreso de la sociedad hacia cotas de mayor libertad, respeto, paz y bienestar. Es decir, quien promueve la cultura, consolida la sanidad y distribuye la riqueza, porque sólo un pueblo culto, saludable y equitativo, sin ciudadanos desfavorecidos en sus filas, analfabetos en sus listas, guerras en el horizonte y enfermedades en las chabolas, es capaz de “progresar adecuadamente”.

De ser esto así, será “progre” quien luche por erradicar la incultura, mejorar la sanidad, evitar los conflictos bélicos y desterrar la pobreza de la sociedad en la que vive, sea española, coreana o senegalesa. Y será “regre” quien se oponga a ello entorpeciendo el camino de la formación universal y gratuita, votando presupuestos armamentísticos, impidiendo el acceso a la sanidad a un solo ser humano o prohibiendo que metan la cuchara en la tarta quienes no tienen ni siquiera una cuchara que llevarse a la boca.

Es evidente que el progresismo no es patrimonio de facción política alguna. Encontrándonos “progres” en la derecha y “regres” en la izquierda ocupados en eliminar la crítica, anular el pensamiento divergente y limitar voluntades.

La premisa indispensable del “progre” es su imparable vocación de trabajo por conseguir que la sociedad progrese en la dirección indicada. Su lucha constante por unos ideales que persiguen el bien común y su capacidad para renunciar a intereses propios, empujando siempre hacia adelante y arrimando el hombro para levantar el mundo sin más palanca que el esfuerzo colectivo, porque nada va a llovernos gratuitamente de un cielo carente de
nubes, ni la naturaleza humana modificará sus comportamientos por mandato divino.