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EL SILENCIO DE LOS PASOS PERDIDOS

EL SILENCIO DE LOS PASOS PERDIDOS

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Deambular sin prisa, ni rumbo fijo, ni argumento previo, por senderos salmantinos cultos y escondidos, es preludio de insospechado encuentro con el eco silencioso de los pasos perdidos, almohadillando pensamientos indiferentes al azogue diario de la impaciente celeridad laboral, donde el vértigo cierra las compuertas a la reflexión que fluye laminarmente en la penumbra de las callejuelas empedradas.

Es el afán de divagación quien disloca la lógica y aletarga toda previsión continuista, acostumbrando al espíritu redentor a olvidar la ruta mortecina de la realidad que espera extramuros del antiguo recinto, donde las pisadas dejan huella en el granito y el eco de los pasos cincela imágenes inolvidable en la memoria de la piedra espiritual.

Vagabundear con el alma en bandolera sin miedo a convertirnos en estatuas de sal por volver la vista hacia lo irredimible, es camino de salvación, porque la esperanza sabe que todo es posible en el espacio redentor de sueños y quimeras, donde la paz se hace costumbre, la soledad compañera y el silencio grito anímico llamando a la concordia íntima de cada cual con la sombra que le acompaña en la vida retirada donde sobreviven un sabio fraile agustino, un vasco ilustrado, un gramático andaluz y un dominico jurista, junto a la santa.

PASEAR POR SALAMANCA

PASEAR POR SALAMANCA

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Lo voy a decir sin reparos, de frente y por derecho: Salamanca es una ciudad hecha para pasear, por mucho que la prisa urbana y los vehículos impulsados por motores de cuatro tiempos se empeñen en demostrar lo contrario.

Caminar por Salamanca es como pasear por las arterias de un museo al aire libre, y no exagero. Deambular por las nostálgicas rúas y plazuelas salmantinas es un privilegio inestimable, no bien disfrutado por aquellos que olvidan el pálido recogimiento de la luz en los chaflanes. Esto hace que algunos no hayan gozado todavía del vagabundeo ocioso entre casonas, palacios, fachadas, blasones, templos y empinaduras, cortejadas por melancólicas farolas de mortecina candela.

Si algún amigo de este blog decide venir a Salamanca yo le esperaré en la puerta del río para llevarle a lomos de callejuelas empedradas por el antiguo casco salmantino, remanso de confidencias y acunaciones serenadas por el lento goteo de lágrimas doradas destiladas por el corazón de la piedra en el crepúsculo.

Hay mucho que compartir en esta isla de paz, con jóvenes enamorados y jubilosos turistas que intercambian tímidamente miradas al cruzar sus pasos por las solitarias rondas que circundan el perímetro inimitable de nuestro recinto universitario. Cobijo de paz, jalonado de vítores y picaresca; entre ropavejeros, nodrizas, libreros, pupilos, cortesanas y prestamistas, que recrean la centenaria tarea machadiana de caminar dialogando junto al otro que llevamos siempre al costado.

Déjadme presumir de semejante desprendimiento y os invito a compartir conmigo el generoso legado de callejas y recodos donde se reconforta el espíritu y ahuyentan los malos pensamientos. Tendidos en el silencio, alcanzaremos modestos nirvanas urbanos impensables en otras latitudes, sin necesidad de perdernos por legendarios parajes, ni participar en cursillos de relajación mental.

Abandonar el alma entre semioscuras callejuelas nocturnas es la única manera de encontrarnos con el milagro de los cinceles en el tapiz pétreo que franquea la entrada al templo plateresco de la sabiduría, de donde fue expulsada la ignorancia hace setenta y seis años por el sumo sacerdote vascocastellano. A partir de ese día, la inteligencia se hizo costumbre en el claustro y se quedó entre nosotros para ofrecer la puerta de entrada a este recinto peatonal que nos brinda, sin intereses ni comisiones, la oportunidad de recogernos en él y caminar sin miedo a convertirnos en estatuas de sal por volver la vista a las túnicas, birretes, mucetas, ceremonias y aulas renacentistas.

Os invito, amigos, a tomar esa salida conmigo para descubrir juntos un mundo de nuevas sensaciones. Y os invito sabiendo que gustáis de escondidas sendas que llevan a espacios retirados, donde sobreviven un sabio fraile agustino, un vasco ilustrado, un gramático andaluz y un dominico jurista, junto a la santa de Ávila. En ese cielo terrenal, el rumor de la piedra funde su alma con la suave caricia de la luz, para redimir al silencio del olvido. Todo descansa en tan mínimo rincón de una ciudad insomne porque, extramuros, nada duerme.

Vagabundear por ese espacio privilegiado es disponerse al asombro, pues su descaro impide al paseante sustraerse al embrujo de este remanso o esquivar su inevitable hechizo. Deambular por sus aceras es descubrir los mensajes que dejaron, a golpe de buril, los canteros sobre la piedra. Caminar sin  rumbo entre sus callejas es aprender lecciones universitarias en la erudición que destila a cada paso la memoria ilustrada de la piedra, con letras y relieves que hablan de nuestra procedencia. Pasear por sus empedradas rúas es preludio de venturosos encuentros inesperados, porque el eco acompasado de las pisadas pone el contrapunto musical que el silencio necesita para ilustrar la vida con el milagro de convertir un simple paseo en un recuerdo inolvidable.