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ESPIRAL DE VIOLENCIA

ESPIRAL DE VIOLENCIA

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violencia

Es el instinto de supervivencia sustento de la vocación de vida que tiene el ser humano desde que abandona el lecho materno, porque nadie viene al mundo anhelando infelicidad, ni nacemos para ser explotados, maltratados, reprimidos, humillados o castigados, por seres de la misma especie, a quienes ha sonreído la vida desde la cuna donde fueron amamantados.

Nadie quiere padecer injusticias; ni pasar por situaciones infrahumanas semejantes a los animales asilvestrados; ni ser cazado con leyes más crueles que los disparos, cuando estas niegan derechos fundamentales de las personas; ni, por supuesto, morir antes de tiempo por no tener al alcance de la mano un fármaco que aplace la visita de la parca.

¿Quién se extraña, pues, que a la primera violencia ejercida por el poder, traducida en abusos y abandono de los desfavorecidos, estos respondan con protestas violentas, como tantas veces ha testificado la historia, desconocida por los suicidas que llevan en la solapa la cuenta corriente, creyendo que ese salvoconducto va a librarlos de lo que ningún explotador se ha librado en rincón alguno de la Tierra?

La respuesta violenta revestida de legalidad con que responde el poder a la rebelión popular es la injusta agresividad sufrida por los revolucionarios, con el hipotético fin de salvaguardar el orden público – el suyo, claro -; la seguridad ciudadana – la suya, por supuesto -; y el mundo libre – es decir, su antojadiza libertad.

Van entonces las corazas a por los agitadores. Les ponen bridas, mordazas y grilletes para callar su voz, los inmovilizan en rincones carcelarios y los amortajan en vida, sin percibir que cuando la simiente de la rebeldía ha prendido en los corazones oprimidos, la espiral de violencia es imparable, la revolución inevitable y los muertos, heridos y mutilados siembran de cadáveres las morgues urbanas.

TEMOR AL SER HUMANO

TEMOR AL SER HUMANO

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Llama la atención que el mayor temor del ser humano, sea al propio ser humano, es decir, al animal de su misma especie, porque en lugar de protegerse mutuamente entre ellos, se lían a cinturazos, castigos, torturas, cañonazos y tiro limpio, para apropiarse unos de los bienes que pertenecen a otros.

Aparte de balazos, mordazas y prisiones empleados contra los rebeldes, habladores y luchadores, el grupo privilegiado y minoritario de terrícolas que gobierna a la inmensa mayoría de bípedos oprimidos desde las instituciones y entidades financieras, pervierte las bases de la convivencia y el derecho, en su propio beneficio.

Hoy se teme más al ser humano que a las tempestades, los desastres naturales, los terremotos, las inundaciones, las dentelladas de felinos, las epidemias exterminadoras, las picaduras de insectos o las mordeduras de cobras. Hoy el ser humano teme a los sartenazos que puedan venirle de animales de su misma especie, pero distinta ralea.

Se teme a los políticos que engañan, a sus decretos exterminadores, a su efecto institucional contaminante de podredumbre y a sus órdenes de guerra. Se teme a la codicia insaciable de los banqueros, a los millonarios sin escrúpulos, a los empresarios explotadores, a los capataces y los verdugos.

Se teme a los terroristas asesinos, a los politiquicías represores, a los violadores lapidarios, a los mercaderes humanos, a los matarifes exterminadores, a los fríos ametralladores, a los torturadores inclementes, a los maltratadores, a los matones a sueldo, a los mercenarios, a los explotadores y a otras subespecies degeneradas de la raza humana, que pueden arruinar la vida del vecino por una sola lenteja.

CENSURA

CENSURA

¿Alguien ha llegado a creer que la censura sólo se da en los regímenes totalitarios o en las religiones? Pues está equivocado. Aquí vuelan los pretextos sobre la cabeza de los censores, y sus excusas para ajustar el dogal a los críticos sonrojan al espíritu más infantil.

En los países democráticos no existe censura oficial – ¡faltaría más! – entendida como intervención directa del poder para controlar la libertad de expresión, criminalizando ciertas opiniones. Algo así como lo ocurrido a lo largo de cuarenta años durante la negra etapa franquista, en la que algún premio Nobel llegó a ser destacado censor al servicio del régimen.

Bueno, antes del golpe también hubo censura. Basta abrir los periódicos de la última etapa de la Segunda República para ver ostensibles tachones en sus páginas, acompañados de la obligada nota que decía “Visado por la censura”.

Es evidente que estas groserías intelectuales han desaparecido en la democracia, lo cual no significa que ahora no haya censura, claro. Porque censurar es detraer, o sea, apartar, suprimir. Y ahora se siguen retirando escritos y personas aunque no pretendan subvertir el
sistema, escandalizar a los menores o insultar al prójimo. El veto es tan sutil que sólo es percibido por quienes están bien despiertos y lo descubren tras los dialécticos ropajes con que visten los poderosos las mordazas que nos imponen a los demás. Atrezzos postmodernos con enaguas de anticuario.

La veda a la libre opinión es un bisturí con impuesto de lujo, porque desde que se inventó la democracia, también la censura cotiza en bolsa, y las acciones se las reparten los que quieren mantener el status quo, controlar la sociedad y pasar el cepillo entre los reclinatorios de la política. Son estos quienes envían sus sicarios a restregar la bayeta sobre los muros donde los inconformistas denunciamos la incompetencia de quienes tienen la llave de la hucha donde cada uno de nosotros estamos obligados a meter los euros que ganamos con sudor de nuestra frente, aunque ellos lo ganen con el humor vítreo de los que tienen en frente.

Aparcar una opinión significa hurtarle al opinante el derecho a decir lo que el censor no quiere oír. Algo hay de prepotencia, mal uso del poder y cobardía, con un punto de cinismo en los censucrores. Porque la democracia tiene su censucracia y sus censucrores, que se corresponden con la censura y los censores absolutistas. La primera adopta una forma reflexiva de temor. Lo de reflexiva no se refiere a una actitud meditativa, sino que expresa lo que gramaticalmente se entiende como acción realizada y recibida al mismo tiempo por el sujeto, es decir, autocensura, aunque con frecuencia tenga mucho de heterocensura encadenada. En cambio, lo de temor está claro: por miedo. O sea, que la censucracia en ocasiones es autocensura que los sujetos se imponen a sí mismos e imponen a los demás, por miedo.

Pero recordando lo que satírico Quevedo dijo al de Olivares, no debemos callar por más que con el dedo sobre la boca nos conminen al silencio o nos amenacen, porque la lengua de Dios nunca fue muda.

Eliminar una opinión crítica significa cerrar una ventana por donde asomarse al verde campo de la libertad. Sólo la mentira es más pesada que las cadenas verbales y más penosa que los bozales. Y el mayor pecado democrático no tiene forma de manzana sino de censura.