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EL TREN DE MI INFANCIA

EL TREN DE MI INFANCIA

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Eran años de estraperlo, sabañones, dolor, cementerio y traje azul marino. Años de abandonar el desnutrido hogar familiar y marchar con la orfandad al hombro camino del colpicio, para restaurar en él penurias bajo la sombra amparadora de una acacia regada con lágrimas de infortunio en el Patio Central.

Idas y venidas, pasaporte militar en mano, a lomos de un cetáceo de hierro que esperaba sudando en la estación antes de dar un bufido anunciando su salida. Arranque lento, ceremonioso, entre quejidos de hierros y soplidos de vapor, previos al galope enloquecido sobre raíles, con un zarandeo que impedía la estabilidad de quienes recorrían sus entrañas revisando billetes para dar con los pícaros, y pidiendo carnets de identidad con la enseña policial detrás de la solapa, para trincar a “rojos” despistados.

Rodando hierro sobre hierro se acometían las trincheras tajadas en oteros, donde el ruido se hacía más ensordecedor como presagio de trueno, y el ajetreo multiplicaba el estrépito, preludio de catástrofe. Todo el temor quedaba en ceguera por la carbonilla que entraba tiznando de puntos negros las camisas, cuando alguien se olvidaba subir el cristal de la ventana, antes de introducirse la máquina en las fauces de la montaña a través del túnel arqueado con granito.

Soplaba y resoplaba el monstruo de acero en la planicie saludando con su columna de humo a los campesinos que agitaban pañuelos al viento asombrados de ver aquel prodigio trotar desenfrenado en la pradera, mientras ellos roturaban la tierra con yuntas de bueyes o recogían espigas en verano a golpe de hoz sobre las cañas.

Asiento de tercera, con listones de madera que vareaban el cuerpo; pan de hogaza con embutido y tortilla compartidos, mientras pasaba de mano en mano alguna bota de vino, entre bromas, chascarrillos y anécdotas que amenizaban el viaje del huérfano cabizbajo hacia el colpicio, tornándose meses después en nerviosa celeridad del reloj al regresar esperanzado a la casa prometida de los abuelos.

DISCIPLINA CIEGA

DISCIPLINA CIEGA

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Disciplina, de discipulina, es originariamente la instrucción que recibe un discípulo para aprender un oficio o para cumplir una norma social de conducta. Pero esto ha derivado con el tiempo hacia su vertiente más negativa convirtiéndose en la ejecución forzada de una orden, obligando a que esta se cumpla por encima de todo, empleando incluso la violencia cuando lo considere necesario quien dicta el mandato, sancionando a quien no satisfaga la voluntad del ordenante.

Cuatro disciplinas dominan sobre las demás: la militar, exigida por el código corporativo correspondiente; la social impuesta por las leyes ordinarias; la escolástica dictada por los reglamentos académicos; y la doméstica, impuesta por los padres siguiendo una tradición de siglos. Todas ellas colaboran al buen orden social, castrense, docente y familiar.

Eso está bien siempre que el poder coactivo de las normas esté sustentado por valores morales que beneficie a la comunidad afectada por el mandato. Pero esto no siempre es así, pues existen normativas que obligan al cumplimiento ciego de órdenes superiores, sin consultar con el subordinado ni darle la oportunidad de negarse a cumplir un mandato, por descabellado que esta sea.

Obsérvese lo peligroso de esta regla de juego universalmente admitida, que da poder omnímodo a unos individuos sobre otros para decidir sobre las vidas ajenas, usurpando voluntades y mutilando la libertad de conciencia.

Un militar español golpista advirtió que la disciplina reviste su verdadero valor cuando el pensamiento aconseja lo contrario de lo que se nos manda, cuando el corazón pugna por levantarse en íntima rebeldía contra una orden o cuando la arbitrariedad o el error van unidos a la acción del mando. Es decir, que obedecer ciegamente es la esencia de tal disciplina.

Esto significa que si a un mandamás se le ocurre enviar a los vecinos al matadero de una guerra, los afectados deben callar y obedecer ciegamente en contra de su conciencia, comenzando las esposas a comprar velos, poner crespones en las fotografías y pespuntear brazaletes negros en las chaquetas de los hijos huérfanos. O si un ministro ordena toque de queda y silencio callejero al pueblo, los ciudadanos deben acorazar su cuerpo contra garrotazos y pelotazos de quienes tienen la obligación de obedecer órdenes superiores, por contrarias que estas sean a su conciencia.

Pero en todo articulado normativo no existe un solo renglón dedicado a justificar la desobediencia. En cambio, se libera de condena por “obediencia debida” a los culpables que obedezcan por disciplina impuesta, sin percibir la sociedad que el mandamás que da las órdenes de obligado cumplimiento puede carecer de seso para ello, por mucho sexo que le sobre en la entrepierna.

¿UNIVERSITARIOS? SÍ, POR FAVOR

¿UNIVERSITARIOS? SÍ, POR FAVOR

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La convocatoria oficial del institucionalizado macrobotellón que colapsará la ciudad el próximo jueves día 10 con cincuenta mil jóvenes nativos y foráneos dispuestos a todo, es buen momento para reflexionar sobre la escasa aportación cultural que hacen a nuestra ciudad los treinta mil estudiantes universitarios que tenemos entre nosotros.

Su mínima participación en conferencias, exposiciones, recitales poéticos, sesiones teatrales, presentaciones de libros y otras actividades culturales que se desarrollan en la ciudad, contrasta con su masiva implicación en fiestas y saraos discotequeros, sin que esto signifique crítica al charangueo propio de espíritus juveniles, pero sí cierta decepción por el desinterés hacia la cultura de muchos jóvenes que se encuentran en el máximo nivel de su formación intelectual.

Ser estudiante universitario implica algo más que la ingestión de conocimientos académicos para regurgitarlos en exámenes y alcanzar un título que dé trabajo, aunque esto no siempre se consiga. Ser estudiante universitario exige un compromiso con la cultura, propio de quienes tendrán la responsabilidad de dirigir la sociedad futura. Por eso, aspiramos a que los treinta mil universitarios que conviven con nosotros actúen de catalizadores culturales extramuros de la Universidad, más allá de las aulas escolásticas.

Sorprende la falta de compromiso de muchos estudiantes universitarios – no todos, porque siempre hay excepciones dispuestas a negar la regla –  por su formación integral fuera del recinto universitario, entregados al bullicio, fornicio, droguicio y alcoholicio, como evidenciarán en la Plaza Mayor miles de ellos el día 10 con un vaso en la mano y lo que corresponda en el bolsillo.

Es de dominio público entre nativos y foráneos que la Universidad es la gran “industria” salmantina, los estudiantes máximos consumidores de festejos y el gremio de la hostialería recaudador del patrimonio que los jóvenes dejan en discotecas y tabernas repartidas por todos los rincones y esquinas de la pequeña Roma.

El problema de muchos jóvenes universitarios no es el inevitable bullicio, necesario fornicio y sobrado alcoholicio que practican, porque tales ritos iniciáticos son propios de la condición humana. El problema es que muchos no sientan la necesidad intelectual de hacerle un espacio a la cultura entre el grito, el trago y el polvete.

VISITA DE LA PARCA

VISITA DE LA PARCA

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El día de los difuntos es momento ideal para la meditación y el recogimiento en el interior de cada uno, sin más pretensión que mirar de frente a la realidad que espera, más allá de las promesas de permanencia en oníricos espacios de dicha perdurable.

Cuando la parca golpea la piel del alma no hay redención posible. Sólo dolor, apenas consolado durante unas horas por la compañía de familiares y amigos con quienes lloramos nuestra propia muerte oyendo doblar las campanas, sabiendo que todos estamos a la puerta del abismo, sin querer dar el paso definitivo hasta que el destino nos empuje, – según dice el cuento -, a la felicidad eterna.

Si tal promesa la tuviéramos realmente por cierta ¿Por qué tanto dolor ante la muerte de un ser querido, si quien abandona este mundo lo hace por voluntad divina para gozar eternamente de la mayor felicidad? ¿Por qué tanta lágrima si volveremos a encontrarnos con los desaparecidos en felices paraísos, permaneciendo ya juntos varias eternidades?

Si alguien tiene respuestas que nos las dé, porque de lo contrario seguiremos dudando de inescrutables destinos celestiales, pensando que la historia humana está jalonada de cuentos alojados en la sinrazón de una credulidad increíble, contradicha por millones de años de historia de la humanidad, sin evidencia alguna de paraísos celestiales, ni de otra realidad que la nada de donde procedemos.

Tal vez por eso, cuando alguien se nos va llega a nosotros San Manuel Bueno con el hisopo en la mano dispersando agua bendita sobre su propio escepticismo y recitando una plegaria, mientras el ejecutivo se afloja la corbata; el vagabundo inclina la cabeza; el solitario busca una huella; el carcelero olvida las llaves; el mendigo anota la hora; el militar se quita las espuelas; el arzobispo cede su báculo; el enamorado desespera; el intelectual dispersa el libro sagrado; el moribundo baja la escalera; el clérigo cierra el catecismo; el maestro se aleja; y el cuenta-cuentos, al fin,  …. calla.

CATECISMO IMPERIAL

CATECISMO IMPERIAL

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El insaciable Napoleón, no conforme con ser ungido emperador y firmar un ventajoso concordato con el papa Pío VII, pidió más y más, hasta conseguir las bendiciones de la Iglesia francesa para imponer un catecismo imperial, de marcado carácter político, que afianzara su poder en la tierra, con el apoyo de los poderes celestiales otorgados por su santísima santidad.

Esto sucedió un día como hoy del año 1806, mediante un decreto que imponía a los franceses catequética doctrina imperial, maridando política y religión, exigiendo el emperador a los súbditos rendimiento de amor, respeto, obediencia, lealtad, impuestos y servicio militar, bajo pena de condenación eterna para los rebeldes a su doctrina.

El Papa dio la mano a Napoleón y este se tomó el resto del cuerpo, contando solo con su propia voluntad y la sumisión de la Iglesia que recibió todos los privilegios, beneficios y poder que le fueron requisados por la Revolución Francesa, a cambio de la adoración al emperador.

A partir de entonces, los curas leyeron en los púlpitos los boletines oficiales del ejército imperial, Napoleón desplazó del santoral a la mismísima Asunción y sus privilegios serían heredados por sus descendientes, “porque leemos en las Sagradas Escrituras que Dios, mediante una disposición suprema de Su voluntad, y por Su Providencia, confiere sus imperios no sólo a individuos en particular, sino también a las familias”.

Todo ello, porque Napoleón “fue levantado por Dios en circunstancias difíciles para restablecer la adoración pública de la santa religión de nuestros ancestros y para ser nuestro protector. Es él quien restauró y preservó el orden público mediante su profunda y activa sabiduría; él defiende al Estado con la fortaleza de su brazo; él se ha convertido en el Ungido del Señor por la consagración que recibió del Soberano Pontífice, la cabeza de la Iglesia Universal”.

SUPONGAMOS QUE…

SUPONGAMOS QUE…

Más indignado que los “indignados”, me puse ayer a pensar en el mejor futuro que cabría imaginar para todos, haciendo reales los deseos que anidan en la gran mayoría de nosotros.

Así comencé a suponer qué pasaría si se produjera una insumisión generalizada en el país. Es decir, si los ciudadanos encargados de mantener el orden establecido por los dirigentes del sistema, dejaran las porras en casa, se vistieran de paisano y gritaran a coro con sus vecinos.

Supongamos, igualmente, que todos votamos en blanco en las próximas elecciones para gritar con silencio ensordecedor que “¡así, no!”.

Supongamos también que los jueces se remangan las puñetas y mandan a hacer puñetas entre rejas perpetuas a corruptos, politiqueros, estafadores y usureros.

Supongamos que los rescates bancarios, las indemnizaciones multimillonarias, los hurtos bancarios y las abultadas pensiones vitalicias, se entregaran al pueblo.

Supongamos que retornara a España el dinero perdido en paraísos financieros y se  recuperan los euros ocultos por fraude fiscal a la Hacienda pública.

Supongamos que desaparece la usurera banca privada y se nacionaliza el negocio especulativo financiero.

Supongamos que el gasto militar se empleara en mejorar la sanidad, promover la educación y dotar de recursos humanos y materiales a la justicia.

Supongamos que la Iglesia jerárquica cumpliera su misión redentora, poniendo su enorme riqueza al servicio de los pobres y condenando a los explotadores.

Supongamos que todos los trabajadores, privados y públicos, hicieran huelga indefinida, mientras se mantuviera el actual sistema de gobierno económico.

Supongamos, finalmente, qué pasaría si a los ciudadanos nos dierales da por tomar la Moncloa, como los franceses hicieron el 14 de julio de 1789 con la Bastilla, para acabar con este régimen, instaurando un nuevo orden social más justo, solidario, igualitario y libre, donde no existiera especulación con vidas ajenas, se repartiera equitativamente la riqueza, los más capacitados y honrados organizaran la vida comunitaria y el Estado del bienestar no fuera patrimonio exclusivo de una casta.

DE LA CONTRADICCIÓN A LA INSUMISIÓN

DE LA CONTRADICCIÓN A LA INSUMISIÓN

Llevo tiempo anunciando lo inevitable y mis palabras rebotan en las puertas de los despachos destinatarios de las mismas. He hablado sobre la necesidad de ejemplificar los sacrificios para evitar la rebeldía del pueblo, pero los políticos no se dan por enterados. He anticipado agresiones a dirigentes sociales, pero los cargos públicos mantienen tapones en los oídos. Incluso he prevenido sobre el riesgo de tomar medidas demagógicas que sólo consiguen irritar a la población.

Pero en lo que más he insistido ante el desmadre gubernamental, es en el riesgo de insumisión ciudadana que puede llevar a la quiebra del Estado de Derecho, porque las vueltas de tuerca al pueblo desde sillones aterciopelados sólo puede conducir a la desobediencia civil y militar.

La contradicción que están viviendo los policías y guardias civiles apaleando a quienes defienden sus derechos, los de esos cuerpos, enviados a reprimirlos por quienes vuelan sobre la tragedia que a ellos amenaza, no puede acabar más que en la insumisión, por mucho que amenacen con medidas disciplinarias y despidos, quienes nunca serán despedidos ni castigados.

Que la desobediencia está llamando a nuestra puerta lo acredita la insumisión de la policía alemana de Frankfurt, quitándose el casco y uniéndose a los manifestantes contra el capitalismo, que tenían orden reprimir.

Y a la insumisión de los cuerpos de seguridad se añadirán el resto de cuerpos de la función pública, hartos de soportar desprecios y recortes por parte de quienes nunca utilizan las tijeras contra ellos mismos.