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MILICIA EN EL CASTILLO

MILICIA EN EL CASTILLO

castillo

Hay fechas inolvidables en la vida de las personas que para los demás pasan desapercibidas, como me sucede a mí con el 12 de agosto de 1974 – ¡Dios!, hace ya cuarenta años – en que fui injustamente arrestado mientras «veraneaba» de milicio en el gaditano castillo de San Sebastián, donde pasé los tres meses de verano recluido, curtiéndome como un gladiador para una guerra que solo existía en la mente de quienes vivían de la milicia.

Los cincuenta y cinco universitarios llegados de toda España a esa fortaleza, compartimos penalidades de infeliz recuerdo, con actividades de obligado cumplimiento que nada tenían que ver con el oficio que nos esperaba allende las almenas, sometidos a una disciplina “nunca bien entendida ni comprendida” que no tenía valor alguno si era grata y llevadera, pero que revestía de mérito su cumplimiento cuando las órdenes se cumplían, aunque repugnaran la razón.

Orden cerrado con la escopeta al hombro, orden abierto rodando por el suelo, carreras a toda hora, clases dislocadas sin pies ni cabeza, guardias cada cinco días, marchas nocturnas de veinte kilómetros, canciones artilleras, arrestos a discreción y cañonazos sin ton ni son con el “8,8” y el “15,24 de costa” desde las troneras del castillo, sobre hipotéticos enemigos convertidos en blancos móviles marinos.

Todo ello, en medio de pequeños oasis de reposo y olvido, como el reparador baño antes de comer en la playa privada de la fortaleza, el descanso en la sobremesa para escribir a la novia desde lugar apartado, la reconfortante merienda vivificada, las escapadas por Cádiz en busca de lo que se busca cuando el cuerpo pide buscarlo tras cambiar ropa militar por civil en el váter de un bar cercano y los cucuruchos de pescaíto frito con cerveza, que se compraban en las freidurías callejeras.

CÁDIZ

CÁDIZ

la foto

Recostado en una almena del Castillo de San Sebastián, a la sombra del faro y bañado por la luz del océano, retrocedo cuarenta años en el calendario para evocar nostalgias en la Caleta vestido de color caqui, cuando la milicia universitaria se me antojaba castigo y el destierro apenas era consolado por las cartas que llegaban al fugaz descanso de la sobremesa estival.

Permanece la estrechez de la pasarela que nos llevaba desde el castillo a la ciudad y continúan las mareas con su ir y venir cegando y liberando los ojos del serpenteante recorrido que separaba la vida civil y militar, pero no hay rastro de la taberna donde burlábamos la disciplina del uniforme con ropa de paisano, para facilitar encuentros con las faldas, imposibles de lograr con las botas de hebillas y el gorro cuartelero.

Aquí sigue Puerta Tierra, el Teatro Romano y la catedral de Santa Cruz reflejando la luz del sol en sus azulejos dorados. Tampoco se ha movido del sitio donde quedaron, el monumento a las Cortes, la cárcel Real y el descendiente del achacoso vaporcito Adriano II que nos ha llevado una vez más al Puerto de Santa María, para recordar a Rafael Alberti y visitar los cocederos que muestran afanosos sus mariscos.

Pero no queda rastro por las calles gaditanas de los quioscos de fritura, cuando los pescaítos pasaban del cucurucho de papel a la mesa del bar, acompañados de cerveza y bromas de los paisanos a los jóvenes milicianos que hasta allí llegábamos desde todos los rincones de España, para hacer sonar los cañones del 15/24 emplazados en la terraza superior de la fortaleza.