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¿ SENTIRÁN VERGÜENZA ?

¿ SENTIRÁN VERGÜENZA ?

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Me preguntaba ayer un amigo si Xavier Trias, Ana Botella y Rita Barberá sentirían vergüenza al ver que han estado llevándose de la hucha que llenamos los demás un sueldazo asignado por ellos mismos, varias veces superior al que se han autoimpuesto Ada Colau, Manuela Carmena y Joan Ribó, por hacer las mismas funciones y asumir idénticas responsabilidades.

Mi respuesta fue que el castizo alcalde y las populares alcaldesas no han sentido el menor pudor ni cargo de mala conciencia, por esa estafa disfrazada con una legalidad impuesta por ellos mismos en los reglamentos internos municipales y en decisiones tomadas por la mayoría dominada por él y ellas.

Tampoco creo que su cara de cemento armado sufra rasguño alguno por la incompetencia demostrada al necesitar cientos de asesores para su gestión, cuando los sucesores prescinde de la mayoría de ellos, empleando el dinero que se llevaban los amigos chupaeuros, en asuntos que benefician directamente a los ciudadanos.

Algo se mueve, amigos, cuando el coche oficial y chófer usado por el alcalde y las alcaldesas cesantes para ir a la peluquería y a fiestas privadas en hoteles de lujo que pagábamos todos, ha quedado aparcado en el garaje, y los nuevos jefes van al trabajo andando, en metro o bicicleta.

Algo se mueve, amigos, cuando se declara públicamente la vocación de servicio a la comunidad, se paran desahucios, se pide trato familiar con ellos y se pretenden cambiar las paredes de granito en los ayuntamientos por mamparas de cristal para que los vecinos podamos ver qué hacen los gestores con el dinero que les entregamos.

Eso sí, que se anden con cuidado los nuevos ediles porque el día que dejen la bici, el Metro o no paren un desahucio, serán acusados de demagogos, farsantes y cínicos, por quienes permanecen impasibles ante la salvaje corrupción que pasa delante de ellos, haciendo realidad aquella broma del Perich exigiéndoles que no denuncien las vigas que vean en ojos ajenos porque los perdedores les recordarán que en los suyos tienen una paja.

JOSHUA BELL

JOSHUA BELL

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A primera hora de una ajetreada mañana americana cuando la ciudad de Washington comenzaba a desperezarse, un joven de treinta años se acomodó junto a la papelera en una estación de metro, apoyó el violín en su hombro y estuvo deslizando el arco sobre sus cuatro cuerdas durante una hora.

Pasaron ante él sin detenerse más de mil personas que viajaban hacia “la noche oscura para el suicidio del que desespera”. Sólo siete de los pasantes por aquella “subterránea y basta gusanera” donde se cataba el secreto de la tumba, detuvieron varios segundos su acelerado paso frente al músico.

Nadie aplaudió su actuación, pero algunos arrojaron de paso monedas a la funda del violín hasta alcanzar 37 dólares en calderilla, permitiendo bromear al músico mientras recogía los centavos y algún dólar suelto, diciendo que con ese dinero podría vivir, sin tener que pagarle a su agente.

Sólo fue reconocido el violinista callejero por la señora Stacy Fukuyama, trabajadora del Departamento de Comercio, que había pagado tres semanas antes 100 dólares por asistir al concierto que el virtuoso más cotizado, Joshua Bell, había dado en la biblioteca del Congreso.

La anónima actuación del gran violinista fue organizada por el periódico The Washington Post como parte de un experimento social que pretendía analizar la sensibilidad y prioridad de las personas, preguntándonos de forma indirecta a los seres humanos si teníamos tiempo para la música, el arte y la belleza.