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HISTORIA DE AMOR

HISTORIA DE AMOR

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amor

Con nombres ficticios de los personajes que conforman la historia real, recuerdo de nuevo la hermosa aventura de amor vivida por dos enamorados a quienes el azar ha vuelto a poner delante de mí sin previo aviso, haciendo vibrar íntimas fibras de mi diapasón afectivo con notas de color esperanzado.

Teresa y César viajaban en coche acompañados de la música preferida cuando el infortunio apuñaló una de las ruedas, y las sucesivas vueltas del vehículo enrejaron a la pareja en un amasijo de hierros deformados, incapaces de silenciar a Teresa que sobreponiéndose al momento llamó a su padre para contarle lo sucedido, diciéndole: “Papá, he tenido un accidente y no siento las piernas”.

Una vez rescatada, trasladada en ambulancia y operada sin éxito en el hospital, Teresa quedó en silla de ruedas para el resto de los días, y habló con César para liberarlo de los lazos que pudieron encadenarle a su desgracia, replicándole Ángel que su compromiso de amor era aún mayor, fortalecido por la desventura compartida.

Unieron sus vidas en matrimonio, han tenido dos hijas preciosas y viven felices en una casa de planta baja, adaptada a las necesidades de Teresa, dándome oportunidad de abrirles de nuevo este diario con el alma conmovida por la emoción de saber que más allá de toda contingencia, siempre está el amor para salvarnos.

AMOR

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El apareamiento de los pájaros, la adoración griega a Eros, los flechazos del romano Cupido, la orden del emperador Claudio, el empeño de cura Valentín en casar jóvenes y los negocios postreros, obligan por calendario a celebrar hoy el día de la raza humana, porque el enamoramiento no es ajeno a ningún mortal, sea cual fuere el objeto del amor.

Amor como destello en la penumbra rutinaria de la vida, que relampaguea de luz el ánima con reflejos cegadores de toda lógica y convulsiona la razón con chispazos esperanzadores y rayos de felicidad que parten en dos mitades el velo del misterio más hermoso que desvelarse pueda.

Es el amor impulso irrefrenable que somete la voluntad propia a la felicidad ajena, sabiendo que en el bienestar otorgado encuentra reposo la buenaventura personal del enamorado, confirmando la deleitosa paradoja del amor, que convierte el encadenamiento en liberación.

El “yo” se hace “nosotros”; la codicia, donación; el desconsuelo, olvido; la pesadumbre, redención; el desamparo, cobijo; la distancia, presencia; el fingimiento, verdad; la felicidad, costumbre; y la cordura, enajenación, porque la razón nada sabe de los argumentos del corazón.

El amor no conoce fronteras, ni sabe de linajes, ni distingue colores de la piel, ni entiende de balances contables, ni se disfraza, ni mira el calendario, ni solicita certificados de nacimiento, ni pide autorización a templos, mezquitas o sinagogas, porque es sueño feliz en medio de la pesadilla existencial.

Pero la eterna inconclusión del amor exige el cuidado diario de la vida común que lo sostiene, con celosa atención, para que se renueve con el amanecer de cada día, aparentando ser el mismo, como le sucede el río con las aguas vivificadoras que revitalizan el cauce por el que discurren.

ADIÓS, MATRIMONIO, ADIÓS

ADIÓS, MATRIMONIO, ADIÓS

Unknown

Los académicos que limpian, fijan y dan esplendor a nuestra lengua, se empeñan en mantener que el matrimonio es la unión de hombre y mujer concertada mediante determinados ritos o formalidades legales. Y el catolicismo convierte el matrimonio en sacramento por el cual el hombre y la mujer se ligan – ¡perpetuamente!- con arreglo a las prescripciones eclesiásticas.

Obligados a aceptar esta situación por órdenes directas del diccionario y la católica iglesia, debemos admitir que el matrimonio poco tiene que ver con el amor, al tratarse de un invento humano basado simplemente en un contrato que puede extinguirse por voluntad de los contrayentes, urdido sin más finalidad que higienizar socialmente la situación de la pareja y su prole.

Cuando el acuerdo se aleja del afecto amoroso, la vinculación se convierte en atadura y el compromiso en jaula impermeabilizada, entonces el contrato matrimonial no debe imponer continuidad perpetua a la pareja, por muchas bendiciones que haya recibido ante el altar o conciertos hayan firmado los protagonistas.

Cuando el amor sale por la ventana, la ilusión ha perdido el brillo en las pupilas y el reflejo de cada miembro de la pareja se ha marchitado esperando una reconquista imposible porque el cariño ha olvidado su paradero, el matrimonio ha de aceptar su derrota por K.O. técnico debido al oppercut propinado por el desamor.

Cuando los contratantes no están dispuestos a recrear el pacto cada día afianzando el concordato al futuro, todo está irremediablemente perdido en el torbellino de la infelicidad sin posibilidad de rescate, porque en el matrimonio no todo condimento es orégano aromatizado de felicidad, ni todo tiempo es orgasmo.

Cuando la rutina asoma por la alcoba, el tedio se abre espacio en el hogar, el aburrimiento se hace costumbre, la imaginación reseca la esperanza y el dolor se reparte sin compartirse, entonces el amor huye dejando pelos en la gatera y la redención se aleja camino de la nada, con los malos recuerdos a cuestas, haciendo imposible la resurrección.