SALAMANCA LA BLANCA
El azar puso frente a mí una columna de humo blanco que oscilaba a merced del viento, llevando la curiosidad mis pasos hasta un monstruo de hierro que bufaba echando humo por diferentes respiraderos como si de una inmóvil máquina de vapor se tratara, a punto de expandir sus cenizas por los aires.
Dice bien la canción cuando dice que a la blanca Salamanca la mantuvieron los carboneritos rurales que iban y venían de un lugar a otro, en tiempo se sequía social, cuando los troncos de encina se ahumaban en túmulos cubiertos de tierra, hoy sustituida por el hierro que deja toberas al descubierto para liberar el humo en dispersas nubes blancas, sin otro oficio que carbonizar la madera vegetal que aún templa cuerpos en invierno con cisco en brasero removido donde la badila “firma” “escarbones”, alimenta fraguas y vitaliza pucheros en cocinas abiertas el cielo, ahumadoras de embutidos milagrosos.
Negrura vegetal de carboneritos entrañados en Villalba, Matilla de los Caños, Robleda y otros pueblos salmantinos que atestaban los vagones ferroviarios llevando el carbón de encina y cisco de roble a diferentes puntos de la geografía española, manteniéndose los carboneritos en el insomnio de las cabañas, con carne de matanza y vino de pitarra.
Oficio en extinción por empuje de combustibles fósiles líquidos y kilowatios de centrales eléctricas, que han enterrado las carboneras rurales en musgo y barro, olvidándose los enterradores de recordar a los pupitres que fue el carbón durante siglos sustento de vida, cuando la electricidad era inalcanzable quimera, los gases combustibles desconocidos, la respiración vaho doméstico y los sabañones amigos.