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COBIJO DEL AMOR

COBIJO DEL AMOR

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Hoy que la Iglesia abre el Triduo Pascual celebrando el Día del Amor Fraterno que une espiritualmente a todos los creyentes, los descreídos evocamos el sencillo amor universal de cada día, porque solo el amor nos salvara de la infelicidad, cuando este amor se expande más allá de las personas, abrazando virtudes, amistades, bellezas, aromas, pétalos, arpegios, otros seres vivos y propia vida.

Hospedarse en el amor es el mejor cobijo para la tristeza provocada por turbulencias externas, porque en tan dulce territorio el bienestar se protege de tormentas imprevistas, manteniendo a salvo los puñaditos de felicidad que la vida otorga a quienes van por ella con su corazón en bandolera.

El amor es un blindaje contra los huracanes externos, la capa freática impermeable a turbulentas aguas de la vida y el mejor arnés para evitar vendavales desventurados que pretenden alejarnos de la dicha fecundada por el amor, único redentor de lágrimas y sinsabores.

Las tinieblas declinan al resplandor del amor, se funden los misiles en su fuego fatuo, las virtudes buscan sus huellas para seguirlas, los reyes midas emigran con su aliento espeso y hace inmortales las almas de los que se fueron, porque el amor posibilita la resurrección diaria en el recuerdo de los enamorados.

En el refugio amoroso se respira la felicidad expirada por quienes en él se alojan y la diástole compartida hermana los corazones de los que en su portal habitan, haciendo posible la esperanza en la redención universal y la liberación de la luz secuestrada por el desamor en las trincheras, tribunales, jurados y despachos.

No es el beso sede del amor, ni la palabra su asentadero, ni su mirada el único secreto, ni el deseo de compartir algo hermoso suficiente, ni la caricia estremecida, ni la sonrisa …, porque el amor se aloja en el olvido de uno mismo y el abandono de la voluntad propia en manos de un destino que conduce fatalmente a la felicidad ajena.

Pues, que el amor os guarde, amigos, porque en su cobijo hallaréis la felicidad.

VERSIONES DE LA VIDA

VERSIONES DE LA VIDA

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El origen, estado actual y devenir de la Tierra que habitamos no puede predecirse de manera categórica, única y cierta, porque la respuesta que puede darse depende esencialmente de los conocimientos, ideología y creencias de cada cual, como sucede con la muerte y otros aspectos de la existencia humana, desconocidos para nosotros.

Así ocurre, por la dificultad que tenemos para interpretar los hechos, debido al insuficiente conocimiento que atesoramos sobre nuestra procedencia, sobre la realidad que nos envuelve y sobre el futuro que nos espera, haciendo pensar a muchas personas en seres superiores que explican virtualmente todo, mientras otros vecinos piensan en realidades científicas objetivas o supuestas interpretaciones por evidenciar.

El colectivo de fieles creyentes en divinidades superiores, creadoras y administradoras de vidas, se consuela, gratifica y reconforta con la intervención de poderosos dioses que todo lo explican, desde el subjetivo prisma personal que les lleva a dar crédito a ciertos argumentos que repelen la razón que les ha otorgado el propio todopoderoso creador, que también concede pasaporte para la paradisíaca vida eterna.

En cambio, el grupo de seres racionales descreídos, rechaza aquello que la tradición le presenta como incuestionable, por ser para ellos intelectualmente incomprensible, lógicamente incoherente, ideológicamente desnaturalizado y doctrinalmente contradictorio, dejándose llevar por la ciencia hasta donde esta ha sido capaz de llegar, y absteniéndose de inventar respuestas para lo desconocido que repudien a su razón.

Personas de ambos colectivos conviven a veces en el mismo hogar, o son vecinos, tienen aficiones comunes, disfrutan juntos de la vida o comparten amistad, porque cuando el amor, la tolerancia y el respeto ganan su espacio en las relaciones humanas, los pensamientos divergentes no interfieren en la feliz convivencia de creyentes y descreídos.

LAICIDAD

LAICIDAD

LAICIDAD

Más de tres décadas como profesor me permiten confirmar el desgaste intelectual que supone explicar muchas veces cuestiones evidentes a quienes no desean entenderlas. Esfuerzos baldíos que caen en barbecho ante la falta de voluntad y entendederas de los oyentes, por elementales que sean los argumentos.

Esto ocurre con la laicidad desde finales del siglo XIX cuando se decidió que las diferentes iglesias y los estados debían respetarse mutuamente y no cruzar sus caminos, porque la libertad de conciencia personal no autorizaba la injerencia de normas o valores morales religiosos en asuntos que concernían a cada cual.

Debatir sobre laicismo – ya que curiosamente la Academia no permite hablar de laicidad – debía ser ocioso en una democracia por ser consustancial a ella. Concepto tan obvio y constitucional no merecería ni un segundo del tiempo que a todos ocupa en múltiples páginas humedecidas con ríos de tinta, en aclaraciones innecesarias, en resolver problemas inexistentes y en manifestaciones diarias por los rincones con exaltaciones de fervor religioso desmedidas, en esta España católica, apostólica y romana.

Incluso mentes despiertas que alcanzan cuestiones muchos más complejas, se niegan a comprender lo proclamado en el artículo 16.3 de nuestra Constitución, donde se establece que ninguna confesión religiosa tendrá carácter estatal. Algo que no tiene nada que ver con el anticlericalismo ni la condena de los valores religiosos, pero que va a la esencia misma del respeto que cada ciudadano merece, al optar por una ideología concreta.

El proceso de laicización es consecuencia legal y lógica de aplicar una doctrina que defiende la independencia del hombre, la sociedad y el Estado, respecto de cualquier organización o confesión religiosa, sea ésta católica, protestante, musulmana, judía o budista.

Es decir, el laicismo no es una actitud antirreligiosa, ni mucho menos, sino todo lo contrario. Tampoco va contra religión alguna, ni creencia sostenida, porque sólo pretende dar trato igualitario a todos los credos, alejándolos de la institucionalidad oficial que en muchos casos se otorga a una religión concreta.

Laicizar es poner las cosas en su sitio, dando al César lo que a éste pertenece y a los dioses lo que a cada cual corresponde. No se trata de impedir prácticas religiosas, pero tampoco de imponerlas, porque las creencias personales son patrimonio individual y propiedad privada de cada cual, reservándose las personas el derecho de admisión en el ámbito de su intimidad ideológica.

Por eso, en un Estado laico como el nuestro que consagra en su Carta Magna la independencia religiosa, no es de recibo que los representantes del pueblo hagan ostentación pública de apoyo a una religión concreta con su presencia en actos donde a todos representan, ni que autoridad religiosa alguna intervenga en la gobernabilidad del Estado o interfiera en uno de sus tres poderes.

Un Estado laico debe proteger la libertad de religión, culto e increencia de cada ciudadano, porque los descreídos también tienen derecho a disfrutar de la secularización estatal. Algo que no ocurre en Estados constitucionalmente ateos, opuestos a toda creencia y práctica religiosa, o el los teocráticos, como extremos de la realidad. El Estado laico no prohíbe las manifestaciones públicas religiosas de los ciudadanos adscritos a cualquier religión, siempre que éstas no se institucionalicen.

Dicho esto, cualquier desfanatizado debería comprender que la jerarquía católica española no tiene licencia para moralizar desde la tribuna pública a la sociedad estableciendo límites entre el pecado prohibido y la gracia permitida, porque carecen de autorización legal para hacerlo, aunque se arroguen el derecho moral de predicar fuera del púlpito a quienes no son de su grey.