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Llego de Galicia a mi tierra castellana con el alma en un puño, no porque se hayan terminado las vacaciones, pues los jubilados estamos apartados de todo compromiso profesional hasta que la vida nos ponga la zancadilla y la parca nos recoja para llevarnos al valle de Josaphat, para descubrirnos, al fin, dónde se encuentra el dichoso paraje, aunque algo me dice que está mucho más lejos de la escatología de lo que algunos imaginan.
Pues bien, decía que he llegado al campamento base con espíritu encogido, invadido por una consoladora saudade provocada por el sentimiento melancólico de alejamiento de una tierra querida, que me impulsa a volver a ella cuando apenas he dejado de pisar su suelo.
Fue el lusitano Melo quien definió en 1660 mi estado afirmando que es un «bem que se padeçe y mal de que se gosta», es decir, un bien que se padece y mal que se disfruta. Algo diferente a la morriña, como nostalgia de la tierra natal, porque no se oyeron en Galicia mis primeros llantos, ni Coruña guarda los recuerdos infantiles. Pero sí es cierto que resta en mi ánimo un sentimiento de tristeza por la lejanía de los verdores que he dejado a tras, por los manteles que he abandonado y, sobre todo, por los coruñeses que allí quedaron. A ellos va mi mejor recuerdo y en ellos está gran parte de la nostalgia que se ha colado entre los renglones de esta carta.
En un mundo del “sálvese el que pueda”, emociona ver que alguien invierte el rumbo de su vehículo para acompañar a un desconocido hasta el lugar que demandaba. Cuando el empleado de un comercio dedica dos horas de la tarde de un sábado a resolver el problema de un forastero que se ha quedado sin ordenador, de forma gratuita y con amabilidad desconocida, al protagonista le parece vivir en el maravilloso país de Alicia. Abrir de par en par las puertas del Instituto de La Guarda a un turista para que se deleite con un salón de actos de 1889, no es frecuente en otros lares. Si perdido entre langostas, bogavantes, cigalas, percebes y aletas mil, la vendedora ofrece generosamente una lección magistral sobre todas las especies de pescados que había en el mostrador, uno queda graciosamente desconcertado.
Esta señora pescadera, – señora por su señorío -, con pocas palabras me explicó las consecuencias de la crisis que estamos pasando. Fue el día de san Juan, con el mercado casi vacío. Al preguntarle yo si notaban la crisis, me respondió: “Bueno, bueno, bueno,…”. Quedó dicho. Pero hubo aclaración complementaria cuando le expresé mi sorpresa por la calidad y precio de los productos allí expuestos, y me respondió en gallehispanis: “Es que los de siempre no están en crisis. La crisis es para la mayoría silenciosa. Ya casi no se vende ni la sardina, que hoy está a 7 euros. La gente prefiere comprar “zancos” de pollo, que son más baratos y se aprovechan más que las sardinas. El marisco lo traemos para la minoría de “otros” que se están beneficiando de la crisis que ellos mismos han traído. Y de los políticos no quiero ni hablar…”. Ha dicho.
Así me ha ido la feria y así la cuento. Estas actitudes coruñesas y otras que podría contar, son ejemplos de galleguismo auténtico, alejado de la corriente intelectual que lo patrocina desde despachos oficiales, entidades privadas, asociaciones y fundaciones. Término que cogió fuerza en 1916 con las Irmandades gobernadas por intelectuales y pequeña burguesía, empeñados en dignificar la lengua gallega, mientras los coruñeses de a pie se empeñaban y se siguen empeñando, en que nadie sea forastero en su ciudad, como a mí me ha sucedido siempre que he pisado sus verdores y dejado una parte de mi espíritu entre ellos, sin saber cuándo volveré a su mar.
Con este pensamiento he llegado a Salamanca recordando los versos de Rosalía: Adiós, ríos; adios, fontes / adios, regatos pequenos / adios, vista dos meus ollos: / non sei cando nos veremos.