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EL INQUISIDOR VALDÉS

EL INQUISIDOR VALDÉS

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En tiempos de la inquisidora política que persigue coletas, magistradas, herejes políticos y todo lo que se mueve a la izquierda de su destronado trono, es bueno recordar al inquisidor eclesiástico que buscaba herejes doctrinales por las esquinas, con la diferencia de que la primera no puede hacer otra cosa que amagar sin poder dar, y el segundo los quemaba vivos.

La estatua de Fray Luis de León con la mano tendida en paz que preside el Patio de Escuelas universitario, me lleva al claustro de la Universidad de Oviedo donde se yergue la de su fundador, el inquisidor Valdés, que intervino en el procesamiento inquisitorial al profesor salmantino.

Fue el arzobispo inquisidor Fernando de Valdés, padre de un hijo natural, intrigante político y pastor de varias diócesis, antes de presidir el Consejo de Castilla, y después de licenciarse en Salamanca y ser profesor de Derecho Canónico en sus reprimidas aulas universitarias, aunque el nefasto recuerdo que lo trae hoy a esta bitácora fue su vocación inquisidora.

En el año de 1547 fue nombrado Fernando de Valdés como Inquisidor General a instancias del príncipe Felipe, por insistencia de su protector el todopoderoso cardenal Cisneros, que lo llevó en volandas por las diócesis de Orense, Oviedo, León y Sigüenza, hasta sentarlo en el arzobispado de Sevilla.

Disoluto eclesiástico que amasó enorme fortuna al frente de la archidiócesis andaluza con irregulares procedimientos, llegando su riqueza a tales dimensiones que por dos veces le pidió el rey dinero prestado para aliviar la enorme deuda del belicoso Estado, que gastó en cristianas batallas el patrimonio nacional.

El primer préstamo fue solicitado al distinguido clérigo en 1552, que concedió a la corona veinte mil ducados; y la segunda, cuando cayó en desgracia por negarse a prestar a Felipe ciento cincuenta mil ducados que le pidió como ayuda para sufragar los gastos de la guerra que mantenía con Enrique II de Francia, provocando con su negativa la ira del Emperador Carlos V que le obligó finalmente a ceder quince mil ducados para ese conflicto bélico, en un momento en que las fuerzas armadas se llevaban las dos terceras partes del presupuesto.

Ocupó sus ratos libres en censurar obras de pensadores como Erasmo de Róterdam y enviar al Índice de libros prohibidos los escritos de San Francisco de Borja, San Juan de Ávila y Fray Luis de Granada, consiguiendo por méritos propios y muertes ajenas promovidas por él en nombre de la Iglesia, ser uno de los inquisidores más radicales, cuya estatua aún se conserva en el claustro viejo de la Universidad de Oviedo, suponemos que como recuerdo de lo que no debe ser un pastor de la Iglesia, más que como fundador de la misma.

UN «NEGRO» PALACIEGO SALVÓ EL QUIJOTE

UN «NEGRO» PALACIEGO SALVÓ EL QUIJOTE

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Que los reyes no son sabios, ignoran mucho, solo leen titulares que les recortan y no escriben sus discursos, es algo sabido por todos, por eso pagan tan buenos sueldos a los “negros” de palacio que los instruyen, dan consejos, leen por ellos y escriben extensas hagiografías reales autorizadas por los monarcas.

Pues bien, gracias a un “negro” palaciego hemos podido disfrutar durante siglos de la segunda parte del Quijote, porque fue este quien puso a la firma de Felipe III la autorización real de impresión, autorizando a Cervantes la publicación de la segunda parte de las andanzas y desventuras del hidalgo caballero.

Afortunadamente, el monarca no hizo amago siquiera de leer la obra del manco de Lepanto, porque de haberlo intentado habría llegado al final de sus días sin pasar de la primera página, pues el ritmo de lectura del monarca era de un renglón por año por cada año bisiesto que pasaba, muriendo Cervantes sin ver impresa su obra, porque sin permiso real no había impresión.

En aquel tiempo, los escritores estaban obligados a entregar sus manuscritos a tres censo-lectores: el del Consejo de Castilla, el vicario de Madrid, – que en este caso delegó en un capellán del arzobispado toledano – y el “negro” de palacio que firmaba la autorización de impresión, si la obra no contenía pasajes que atentaran contra la monarquía y las buenas costumbres del pueblo.

La autorización de impresión llegó a manos de Cervantes firmada un día como hoy de 1615, advirtiendo en su portada que se trataba de la “Segvnda Parte del Ingenioso Cavallero don Qvixote de la Mancha”, a diferencia de la primera parte en que lo llamaba “Hidalgo” porque todavía no había sido armado caballero.