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PEREGRINOS

PEREGRINOS

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El día del patrón nacional, mientras Santiago cierra España y el recuerdo del matamoros renace en el corazón de los nuevos reconquistadores patrios, prefiero mirar a los peregrinos que hoy llegan a Santiago con los pies doloridos, el cansancio en los huesos y renovada la fe, porque simbolizan valores evangélicos de carbonera creencia envuelta en humo de botafumeiro.

La medieval fiebre peregrinadora a Santiago, que se prolonga hasta nuestros días, tiene una explicación razonable, ya que al fervor religioso se añade la seducción del riesgo, la aventura, la evasión, el arte y la gastronomía, aspectos que hacen de la Ruta Jacobea un motivo de ocio, enriquecimiento artístico, aprendizaje histórico, promoción cultural, relaciones sociales, ejercicio físico y buenos ratos, porque los malos se olvidan enseguida.

Si, además, el peregrino es católico y camina guiado por la espiritualidad que dicha caminada representa, la iglesia le da un puñado de indulgencias y no sé cuántas cosas más, a la que se debe añadir una Compostelana o Compostela cuando llega a Santiago, si ha sido bueno, porque, en caso contrario, le espera una postal de la catedral reservada a los desposeídos de virtud, como puedo testificar personalmente las tres veces que he caminado desde St Jean Pied de Port a Santiago. Esto nos sucede a los descreídos, porque el canónigo que concede tal distinción, un buen cura de misa y olla, necesita oír al peregrino su profesión de fervor religioso para ganar la distinción.

El primer peregrino jacobeo importante fue Gotescalco, obispo de Le Puy, que hizo el Camino en el año 921, pasando por la misma ruta que hoy se abre al paso de los peregrinos con pereza tempranera de mañana estival semidormida y sin mucha ocupación.

DEL EXCESIVO RECATO TEMPLARIO, AL DESCARADO DESTAPE

DEL EXCESIVO RECATO TEMPLARIO, AL DESCARADO DESTAPE

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Contemplando el interior de la catedral salmantina con unos amigos en esta pequeña Roma, requirió nuestra atención una hermosa joven con mínimo pantaloncito y escaso sujetador, como únicas prendas de ropa protectoras del frescor que hacía en el templo, debido a las elevadas bóvedas donde se recoge el aire caliente emigrado desde el suelo al cielo templario por su menor densidad.

Esto es algo que no ocurrió con el peso específico de nuestra lívido que se mantuvo a ras de suelo sobre las losas graníticas del pavimento, casi tan pesadas como las babosas miradas que dedicaron a la chiquilla algunos de los penitentes que apartaron sus ojos del retablo para clavarlos en el cuerpo de la mozuela.

Esta pequeña ninfa semidesnuda en el templo, nos hizo recordar tiempos no lejanos, cuando el excesivo recato exigido por mandato eclesial obligaba a las mujeres católicas a entrar en las iglesias con medias tupidas, mangas largas, jerséis hasta el cuello y velos sobre la cabeza, como símbolo de humildad, sumisión y obediencia a Dios, acatamiento del que los hombres estaban exentos.

Recordamos con una sonrisa las palabras pronunciadas por un párroco salmantino mientras criticaba los escotes de algunas mujeres, amenazando con meter ahí mano el obispo y él, algo que otros colegas suyos hicieron realmente sin tener en cuenta la prohibición exigida por el voto de castidad.

Ya no hay respeto para los dioses – que son tres -; para las vírgenes, que se cuentan por cientos; ni para los santos, – contados por miles, amén los ángeles, arcángeles, querubines, serafines, tronos y dominaciones, que están repartidos por altares de los templos, protegidos por ángeles de la guardia que los custodian.

TEMPLOS DE DIOS

TEMPLOS DE DIOS

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Acompañando a unos amigos a visitar la catedral salmantina, pregunté a una de las compañeras por qué se santiguaba al entrar en el templo al tiempo que inclinaba la rodilla en tierra, si ella era el verdadero templo del Dios vivo y no la arquitectura que visitábamos, por consagrada que estuviera.

Mi comentario dio pie a una larga conversación en la que esgrimí los mismos argumentos que dejo a esta bitácora, como reflejo de lo que pienso y siento, con intención de mostrar mi verdad desnuda y al descubierto, sin pedir que sea compartida, ni aplaudida, pero sí respetuosamente comprendida.

Llama la atención que Dios no se encuentre en ninguno de los miles de templos repartidos por toda la Tierra, por mucho que algunos se empeñen en llamarlos “casas de Dios” como si en ellos habitara el Todopoderoso, aprovechando su don de ubicuidad y el pan ácimo consagrado que se guarda en custodias y sagrarios.

El extenso y meritorio documento titulado “Catecismo de la Iglesia Católica”, cuya versión latina final fue revisada y hecha pública por el cardenal Ratzinger el 15 de agosto de 1997, recoge la doctrina católica sin aclarar a los pecadores cuál es el templo de Dios ni dónde está ubicado.

Parece claro, sin embargo, que ninguna Iglesia arquitectónica es templo de Dios, pues Él mismo se lo dice a los fieles en Los Hechos de los Apóstoles (7,48): “El Dios Altísimo no vive en templos hechos por la mano de los hombre”. Entonces, si Dios no habita en construcciones humanas, el empeño en edificar iglesias durante siglos tiene que ser para facilitar la reunión de creyentes y realizar cultos comunitarios. Para creernos esto, basta comprobar que en los evangelios no se alude a construcción de templo alguno.

Siguiendo la metodología doctrinal de Astete y Ripalda, preguntamos: ¿En qué templo está Dios?: En Jesús mismo, su Hijo, como nos dice San Juan (2, 19-21): “Jesús les dijo: Destruid este templo, y en tres días lo levantaré. Dijeron luego los judíos: En cuarenta y seis años fue edificado este templo, ¿y tú en tres días lo levantarás? Mas él hablaba del templo de su cuerpo”.

El mismo San Pablo, en la Primera Carta a Los Corintios (6,19), dice a sus feligreses: “¿O no sabéis que vuestros cuerpos son templo del Espíritu Santo, que habita en vosotros y que habéis recibido de Dios?”

Que ningún creyente se engañe, porque Dios no está en las iglesias ni en los sepulcros blanqueados. Habita en los crédulos que practican su doctrina, no en quienes visitan rutinariamente los templos o se dan golpes de pecho en ellos sin amar a sus hermanos hasta dar su vida por ellos, como dicen que hizo el Hijo de Dios, inmolándose por la redención del género humano.

Esas artísticas construcciones son buenos espacios de reunión para presentar y consagrar a los creyentes ante la comunidad católica, como dice San Lucas (2, 22). Lugares donde impartir catequesis según narra el mismo evangelista (2, 46). Punto de encuentro para celebraciones, donde acudía Jesús para celebrar las grandes fiestas judías (Lucas 2,41). Y casa de oración y plegarias comunitarias, según palabras de Mateo (21, 13).

PENTAGRAMA DE BRONCE

PENTAGRAMA DE BRONCE

PENTAGRAMA DE BRONCE

Cada día, con perseverante rutina, a las ocho de la mañana llega hasta mi escritorio el latido metálico de las campanas, anunciando el nuevo día desde las espadañas litúrgicas, con rito de nostalgia.

Y mientras tañen las campanas hoy a tan temprana hora de domingo dejo a un lado la carta que os había destinado, y me recojo en un antiguo rincón de la memoria para evocar con dulce melancolía, – no exenta del rasguño que deja el imposible regreso a lo que ayer fue y nunca volverá a ser -, mis paseos solitarios los domingos por la tarde entre los puentes del Limmat, cuando el pulso del bronce desplegaba su música ceremonial por el cielo nublado de Zurich.

Sucedía que la última hebra de luz pespunteaba delicadamente el horizonte al contorno encendido de los tejados y el guiño cómplice de las velas daba la contraseña al viento, convocándonos a todos bajo el cénit de las espadañas.

Convergían entonces los puntos cardinales en el vértice de las ondas que despertaba a golpes el badajo, y las campanas anunciaban a todos, sin palabras, que el tiempo discurría, rogando insistentes al reloj que hiciera una pausa.

Cantaba con voz grave la verde catedral iluminada, respondiendo desde la otra orilla San Jacob y algo más lejos San Pedro, pareciéndome que latía cerca mi peregrina Santiago, solidaria con aquella armonía de campanas.

El melancólico pentagrama de bronce abría de par en par las nocturnas esclusas nostálgicas, precipitándose torrencialmente la vida entre las rendijas de los balcones hasta el pórtico de entrada, redimiendo lágrimas temblorosas en la pupila del emigrante herido, que destilaba negras penas tras los visillos.

Todos iban de camino hacia el secreto taciturno que desvelaba el campanario, sin advertir las últimas novedades en la Vía Láctea, ni darse cuenta de la noticia imprevisible que acechaba presagiando un desplante de la vida.

Con ceremonial mansedumbre se alineaban las gaviotas en la barandilla festoneando el lago, y abandonaban los gallos las veletas para dar paso a nuevas alas que coronaban los campanarios. Las estrellas descendían al borde marino  de las violetas pidiendo la redención de las cartas. Circundaban el aire las notas del violín buscando un pentagrama donde posarse y los cisnes desperezaban ceremonialmente su cuello junto al muro.

Era entonces, y solamente entonces, cuando la verdad sencilla quedaba al descubierto y se teñía el alma del emigrante con un luto desesperanzado ante el imposible regreso a los paisajes de la infancia.