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MIS POETAS

MIS POETAS

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Todo comenzó con las poesías de Gabriel y Galán, único libro que rodaba en casa de los abuelos, cerrándose la nómina de mis poetas con los versos de un vate bañezano afincado en Salamanca, acompañándome entre los dos extremos innumerables bardos a lo largo de mi vida.

Algunos de estos versificadores preferidos tuve ocasión de saludarlos personalmente en algún momento de mi vida, como es el caso de Ángel González, Jorge Guillén, Gil de Biedma y Luis Rosales. Pero con otros me entrañé en cuerpo y alma sin pretenderlo, y así fue como el buen azar me permitió compartir exilio con Mario Benedetti, emborracharme con Claudio Rodríguez, vivir la adolescencia con Ángel García López o cantar coplas de madrugada con Rafael Alberti.

Llegaron también experiencias inolvidables a través de versos alentadores de esperanzas deleitosas con íntimos poetas sin trato personal alguno. Así, con estrofas de Gabriel Celaya aprendí que la poesía era y sigue siendo un arma cargada de futuro. Luis Rosales encendió su casa y la mía. Quevedo me enseñó las primeras letrillas. Machado me remitió la carta que envió a José María Palacio. Me despidió Juan Ramón con el viaje definitivo. Me enamoré con las rimas de Bécquer. Y Walt Whitman concilió mis temores y temblores.

José Hierro me golpeó con su cabeza. Deambulé con Lorca por la orilla neoyorkina del aceitoso Hudson. Jaime me anticipó que la vida va en serio, siendo envejecer y morir las verdaderas dimensiones del teatro. Quise soñar la muerte matando el sueño, con Unamuno. Fui pirata con Espronceda. Di con Blas de Otero todos mis versos por un hombre en paz. Imité a Pablo Neruda escribiendo pétalos volanderos en recortes de periódicos. Pretendí sin éxito leer al praguense Rilke en alemán. Me despedí de fuentes y ríos con Rosalía. He sumergido el alma en el mar con Alfonsina Storni. Pero -¡qué lástima! -, llegué tarde a la estación término para despedir a León Felipe.

BLAS DE OTERO

BLAS DE OTERO

Unknown

Noventa y ocho años cumpliría hoy el poeta bilbaíno Blas de Otero, si el aire de sus pulmones no le hubiera cerrado las puertas de la vida, tras sesenta y tres años de peregrinaje en busca de una democracia apenas rozada con los dedos de sus manos encallecidas, hartas de luchar contra una dictadura que se antojaba interminable.

La muerte del padre y un hermano puso a Blas rumbo al pesimismo, dejándolo abandonado al desabrigo obsesionante de la muerte que le llevó a los marianos religiosos Luises, impregnando sus primeros versos de mística cristiana mientras intertextualizaba palabras de Juan Ramón y los poetas del 27 en su lírica.

El desconsuelo por la situación familiar y la frustración de posguerra le llevó a un sanatorio antidepresivo, del que salió reforzando una posición escéptica, previa a su poesía interrogativa, haciéndose hombre entre los hombres, recuperando el sosiego interior, abriendo sus puertas a la solidaridad y al compromiso social, antes de autoexiliarse a Francia donde se afilio al partido comunista, crisol de su ideología humanista, intentando cambiar el mundo con los versos de su poemario Pido la paz y la palabra.

La añoranza de la patria le devolvió a España y se perdió en ella por caminos vecinales al encuentro del pueblo, trabajando de obrero, peregrinando por rutas de pobreza, recorriendo caminos a la intemperie y viviendo de oficios alejados de su formación jurídica.

Llegaron los premios literarios, la fama y los viajes a la URSS, China y Cuba en la década de los años sesenta, donde vivió tres años casado con Yolanda Pina en La Habana hasta su divorcio y regreso a España, retomando la amistad y el amor con Sabina de la Cruz hasta su muerte, agradeciendo a esta la serenidad emocional que le permitió reanudar la creación poética, dando todos sus versos por un hombre en paz.

“Escribo en defensa del reino del hombre y su justicia. Pido la paz y la palabra. Si he perdido la vida, el tiempo, todo lo que tiré, como un anillo, al agua, si he perdido la voz en la maleza, me queda la palabra. Si he sufrido la sed, el hambre, todo lo que era mío y resultó ser nada, si he segado las sombras en silencio, me queda la palabra. Si abrí los labios para ver el rostro puro y terrible de mi patria, si abrí los labios hasta desgarrármelos, me queda la palabra”

¡OS QUEDA LA PALABRA!

¡OS QUEDA LA PALABRA!

Recurro al poema de Blas de Otero para decirle a quienes fueron mis colegas durante más de treinta años, que siempre les quedará la palabra para luchar ante sus alumnos por una enseñanza pública de calidad, pidiéndoles a ellos que hagan lo mismo, aunque el cinismo administrativo les acuse de defraudadores.

Voy a recordaros que el aciago lunes 23 de febrero de 1981 estaba dando mis clases en el “Álvaro de Mendaña” de Ponferrada, y que el martes me pasé todo el día leyéndoles la Constitución a mis alumnos y hablándoles de los valores democráticos que un centauro quiso llevarse por delante a tiro limpio, mientras otro salvapatria sacaba a pasear los tanques de la sinrazón por las calles valencianas, aterrorizando cobardemente a una población indefensa.

No se me escapó aquel martes ni un solo catión por la comisura de los labios, porque mantuve apretados los dientes defendiendo la libertad que tanto habíamos anhelado. Puedo deciros que pasados los años, algunos alumnos han recordado aquellas “clases” como magistrales, aunque unos pocos dijeran que defraudé el sueldo de la jornada porque no me pagaban para democratizar las mentes juveniles, sino para explicarles la energía de Gibbs y los gradientes vectoriales.

Quienes estén convencidos que en la educación del pueblo está el futuro de la nación. Los que crean en la verdadera igualdad de oportunidades intelectuales. Aquellos que estén convencidos que el talento no depende de la cuenta corriente, han de convencer a los jóvenes que la mejor salida a sus aspiraciones es disfrutar una enseñanza gratuita y de la mejor calidad, que esté al alcance de todos los que quieran acceder a ella.

De todos, sí. Pero especialmente de aquellos jóvenes que no tienen otra posibilidad de superar una fatal condenación a la ignorancia que no merecen, simplemente porque no tuvieron el privilegio de la cuna que a otros tanto beneficia, sin mérito alguno, con menor esfuerzo y nulo sacrificio.

Profesores, compañeros, amigos, ¡nos queda la palabra!