WALT WHITMAN
Sabed que soy muy mal lector de novedades, pero excelente relector de obras que me dejaron huella. Es decir, que me interesan poco las primicias literarias y vuelvo tantas veces como deseo a las páginas que deleitan mi espíritu.
Este perpetuo retorno a la complaciente literatura que me satisface me ha llevado a pasar dos días con Walt Whitman en West Hills, una aldea que empezaba a crecer frente a Nueva York en 1819, donde he sido bien recibido por el más grande poeta que Norteamérica ha dado al mundo.
Sentado sobre sus refrescante “Hojas de hierba” he gozado nuevamente del verdor de la vida en este caluroso, seco y agostado agosto, sin otra pretensión que la de abandonarme en los versos de la frustrada vida del poeta.
Walt había perdido su trabajo unos meses antes de que sus “hojas” aparecieran en las librerías, con el desgraciado mérito de saber ocultar entre sus versos lo prohibido en una sociedad cínicamente puritana. Poemario que insinúa tímidamente lo intolerable, sin vulnerar los límites de la libertad impuesta en un país que supeditaba la libertad a la castidad.
Mucho debió sufrir Walt al verse obligado a cambiar en sus versos el vocablo “él” por el de “ella” para no ofender la falsa pureza de los inquisidores sociales de la época. Grande debió ser la frustración de fingir aventuras amorosas con mujeres que nunca existieron en su vida. Mucho debió padecer aparentando ser lo que no era. Y eterna la culpa de una sociedad que le obligó a inventar seis hijos que nunca tuvo.