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EL POETA COLINAS

EL POETA COLINAS

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La reina-madre, Sofía, acomodó anteayer el laurel de su premio en la cabeza doblemente despejada del poeta iberoamericano Antonio Colinas, mejorando tal galardón la eterna fama del poeta, junto a su Premio Nacional de Literatura, al de la Crítica y al de Castilla y León de las Letras, todos ellos merecidos por el versificador de la armonía y el equilibrio.

El poeta Colinas eclipsa al novelista, al ensayista, al traductor y articulista, que ha pasado setenta años de vida soñando versos, acompañando soledades de anónimos lectores, consolando desconocidas tristezas, estimulando almas adormecidas y haciendo del verso cotidiano afán y dulce costumbre revivida cada jornada.

Certero sabedor de que la poesía es el genero literario por excelencia; la mejor vía hacia el conocimiento; el medio más eficaz para sentirnos cómplices dichosos; la fuerza para despreciar el innecesario lastre vital; la clave para interpretar la realidad; y el impulso para redimir del tedio la fugaz existencia humana, Antonio de dedicó a concebir poemarios desde su primer balbuceo, con sabiduría propia de seres privilegiado por gracia de singular misterio.

Sin estancar su memoria en la vulgaridad poética, ha subido Colinas al parnaso exclusivo de los privilegiados donde solo llegan quienes hacen de los versos deleitosa tarea; de las estrofas milagro; y de la poesía virtud inalcanzable para el resto de los mortales poetas que en el mundo han sido.

Un poema sin palabra nueva, no es poema, dice el poeta con el alma en bandolera, armonizando belleza y reflexión, sentimiento y pensamiento, literatura y vida, emoción y recogimiento con actual clasicismo poético, hermanando dualidades transcendentes, hasta fundir los versos en densa unidad poética.

Poética universal que sobrevuela fronteras con los pies en tierras bautismales bañezanas, peregrinaciones ibicencas y liturgias salmantinas, desde que en el verano de 1998 decidió clavar su estaca con María José en la ciudad del Tormes, echando el ancla en ella como hizo Unamuno, maridando sus almas y versos, sin más pretensión que darse vida mutua, sabedores que el amor enciende más amor.

Poesía excelsa como acreditan sus “poemas de la tierra y de la sangre”, escritos en la “noche más allá de la noche” “donde la luz llora la luz”, en “hora interior”, “tiempo y abismo”, libando en “la viña salvaje” “desiertos de luz” entre “preludios a una noche total” y “truenos y flautas del templo” con “diapasón infinito” y “silencios de fuego”, junto a interminables “sepulcros en Tarquinia” y con el “astrolabio” en la mano para fijar su posición y altura en las estrellas de la bóveda poética.

Es Antonio humilde amigo, erudito en la tribuna, alma grande, bondad plena y destacado intelectual que da fama, prestigio y brillo a la ciudad de acogida, como hicieron Nebrija, Fray Luis, Brocense y Unamuno con el alto soto de torres, donde los pasos de Colinas deambulan con humilde sordina sobre el granito de la Plaza Grande, perdiéndose entre rúas, plazuelas y callejas, para dejarnos dulces ecos de sabiduría, bondad, mansedumbre, … y generosidad.

WALT WHITMAN

WALT WHITMAN

Sabed que soy muy mal lector de novedades, pero excelente relector de obras que me dejaron huella. Es decir, que me interesan poco las primicias literarias y vuelvo tantas veces como deseo a las páginas que deleitan mi espíritu.

Este perpetuo retorno a la complaciente literatura que me satisface me ha llevado a pasar dos días con Walt Whitman en West Hills, una aldea que empezaba a crecer frente a Nueva York en 1819, donde he sido bien recibido por el más grande poeta que Norteamérica ha dado al mundo.

Sentado sobre sus refrescante “Hojas de hierba” he gozado nuevamente del verdor de la vida en este caluroso, seco y agostado agosto, sin otra pretensión que la de abandonarme en los versos de la frustrada vida del poeta.

Walt había perdido su trabajo unos meses antes de que sus “hojas” aparecieran en las librerías, con el desgraciado mérito de saber ocultar entre sus versos lo prohibido en una sociedad cínicamente puritana. Poemario que insinúa tímidamente lo intolerable, sin vulnerar los límites de la libertad impuesta en un país  que supeditaba la libertad a la castidad.

Mucho debió sufrir Walt al verse obligado a cambiar en sus versos el vocablo “él” por el de “ella” para no ofender la falsa pureza de los inquisidores sociales de la época. Grande debió ser la frustración de fingir aventuras amorosas con mujeres que nunca existieron en su vida. Mucho debió padecer aparentando ser lo que no era. Y eterna la culpa de una sociedad que le obligó a inventar seis hijos que nunca tuvo.