DESDE MI VARYKINO
Tras varios días de cambios, adaptaciones, idas y venidas, estoy asentado en mi particular Varykino estival, donde el silencio facilita el descanso, la luz ilumina los rincones más oscuros, el asfalto se hace olvido, la distancia facilita el aislamiento, el jardín reverdece la esperanza, la vecindad se aleja y el frescor despierta el ánimo.
Cíclico retorno al sosiego extraditador de cláxones que conduce a una paz distanciada de cánticos embriagados de madrugada, cuando el festivo bullicio juvenil hace intransitables las aceras y el ritmo trepidante de los altavoces llega al dormitorio urbano golpeando los tímpanos del insomnio en el velatorio nocturno.
Regresar a Varykino lleva a la recuperación de la memoria perdida en el invierno de la ciudad, donde las fotos en sepia no tienen cabida en la estrechez del espacio familiar reducido a un metro cuadrado por los especuladores de la piqueta, el yeso, las tejas y ladrillos.
Extramuros de la ciudad, el refugio sedentario del alma custodia la historia personal en los archivos domésticos donde recuperan vida páginas vitales en recortes de periódicos y diarios escolares que reflejan la experiencia de las aulas, cuando el verano se antojaba regalo pasajero escapado de las manos antes de atraparlo.
Se abre una vez más el remanso de Varykino, llegando este año con imposible vocación de eternidad, cerrando el paso a la nieve y los cielos grises, pero avisando que el regreso de las aves a las tierras calidad del sur, me devolverá de nuevo al abrigo familiar del fuegoil urbano en el subsuelo de las calderas.