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Día: 10 de junio de 2011

DESPOTISMO

DESPOTISMO

Vaya, vaya, amigos. De manera que el despotismo ha desaparecido en las democracias occidentales. Pues no. Basta con echar un vistazo alrededor para darse cuenta que la realidad tiene poco que ver con el deseo. Es cierto que no presenta la misma cara que tuvo en las monarquías europeas del siglo XVIII, pero ahí sigue. Menos ilustrado que el reconocido históricamente en los libros de texto, pero sigue con nosotros. Eso sí, disfrazado ahora con tules, sedas y velos para confundir su imagen. Se ha maquillado, ha pasado por el quirófano, sonríe, saluda y seduce a los incondicionales seguidores que se benefician de él. Pero el despotismo continúa siendo ese vecino abusón que tenemos que soportar cada día sin poder hacer nada para echarlo de la comunidad, aunque la mayoría hayamos sufrido alguna vez sus excesos.

Lo que ha disminuido es el número de dictadores, porque ahora todos los dirigentes políticos europeos han llegado al poder por elección popular; pero los déspotas se mantienen y continúan como antaño abusando de su poder y autoridad. La diferencia entre unos y otros viene escrita en las papeletas electorales, no en las actitudes. Bueno, tal vez el tirano sea más amigo de la violencia que el déspota, porque éste no es necesariamente belicoso, es simplemente un césar equivocado de siglo. Ambos razonan poco, exigen mucho, convierten sus decisiones en dogmas indiscutibles y no dan muchas explicaciones.

Actualmente el despotismo se ha colegiado, aunque en determinados momentos sea ejercido por algún empecinado dirigente ocupado en satisfacer sus caprichos, sus intereses o sus compromisos. Ahora se han agremiado los déspotas formando grupos de distinto color, amparados en la legalidad para despistar a quienes aplauden la forma de actuar de su correspondiente bandería, sin darse cuenta que tanto unos como otros reencarnan un cínico despotismo que no beneficia a nadie, aunque estas oligarquías se escondan detrás de siglas políticas de diferente pelaje.

La debilidad del déspota es su falta de inteligencia para percibir el pensamiento del pueblo. Por eso nos consideran siempre menores de edad. Como niños, vamos, a los que se puede engañar con milongas de tres al cuarto o con mentiras de camello imposibles de introducirse en el estrecho orificio de nuestro sentido común. Dicho de otra forma, nos tratan con el despotismo que algunos padres tratan a los hijos, pero sin el cariño que estos profesan a sus descendientes. El problema surge cuando el bondadoso padre no percibe que sus hijos crecen y que desarrollan su mismo entendimiento, dejando al descubierto su actitud. Es entonces cuando el túnel del tiempo lo absorbe llevándose el espíritu del déspota doscientos años atrás, aunque su cuerpo permanezca despoticando en pleno siglo veintiuno.

El desprecio que los déspotas tienen por la inteligencia ajena les lleva al abuso de poder y a ocultarnos información, considerando que nuestra inmadurez no merece explicaciones, incomprensibles para nosotros. Confunden poder y talento, creyéndose que las urnas otorgan la sabiduría infinita que ellos se atribuyen a sí mismos, menospreciando las opiniones ajenas y haciendo de nuestra capa su sayo.

De esta forma se toman decisiones sin justificar que afectan a los ciudadanos, aunque sea para llevarlos al matadero. Se negocian acuerdos en alcobas sin luz, para que los niños no se escandalicen de los compromisos adquiridos. Se conciertan ataques en desiertas mesas ocultando los argumentos, porque nuestra infancia social nos impide comprenderlos. Se negocian transacciones que sólo comparten los comerciantes que llegan con sus contratos a la mesa de negociación. Se pactan silencios en los sillones sobre rutas de paz que somos incapaces de comprender el resto de los mortales, según ellos, claro. Y se hacen componendas de todo tipo ignoradas por los que pagamos sus sueldos, dietas, viajes y complementos, para que todo sea políticamente correcto.

El despotismo es incoloro como el aire e insípido como agua; pero huele a mentira desde media legua y despide el mismo hedor que una fosa séptica. El despotismo padece fotofobia, porque detesta la luz; aborrece los taquígrafos porque su argumento es la censura que hace opaco el envoltorio. Por eso prefiere las órdenes a las insinuaciones; las imposiciones, a las sugerencias; las direcciones obligatorias, al campo abierto; y la adulación a la crítica.

Para ser déspota no hay que hacer esfuerzos complementarios ni oposiciones. Es algo que se lleva en los genes y tiene difícil tratamiento porque rechaza los trasplantes de cromosomas portadores de generosidad, servicio, honradez y respeto. El déspota es tan inculto como inseguro, y tan prepotente como débil. Los actuales déspotas desilustrados sólo pretenden arreglar la fachada del edificio y apuntalarlo, respetando los cimientos y reforzando la estructura que sustenta el sistema, su sistema. De esta forma consiguen perpetuar los dogmas políticos, religiosos y económicos, para consolidar sus privilegios y su poder. Es decir, se trata simplemente de lavarle un poco la cara a la democracia que los ampara, de tal modo que se perpetúen los principios básicos de la sociedad dominante y los privilegios de políticos y eclesiásticos, dando la sensación de que se cambia todo para que todo siga igual.