ANTE EL SEPULCRO DE LA BRAVA
Acompañado por don Camilo, alcalde velego de Villalba de los Llanos, he visitado el sepulcro de La Brava, María de Monroy, placentina bautizada en 1404 y casada con el poderoso Enrique Enríquez, regidor y Señor de Villalba, en tiempos de luchas locales entre el bando de San Benito y el de Santó Tomé, modernos Jets y Sharks que se enfrentaron en el harlem salmantino del siglo XV.
Peleas a muerte con el beneplácito de los corregidores, el silencio de la justicia, el secreto de los confesores, la complacencia del santoral, el bendición de los clérigos, la tolerancia de sus patronos y la complicidad temerosa de feligreses, parroquianos, vecinos y celadores, que guardaron cobarde silencio ante el caprichoso exterminio de unas vidas casi por estrenar, hasta que el agustino padre Juan logró tranquilizar los ánimos, cuando La Brava ya había y cortado en Portugal las cabezas de los dos mozos que mataron a sus hijos Pedro y Luis.
En una iglesia escondida y poco visitada de la charrería salmantina, se guardan desde hace siglos bajo una losa los restos de doña María y su marido, con singular discreción, modestia y algún inesperado desatino que no desmerece el hermoso retablo que custodia el sepulcro, imposible de imaginar sin acercarse a Villalba para admirar una obra de arte desconocida en catálogos de arte, que deja boquiabierto al visitante.
Iglesia románica de la Asunción decorada con el escudo de los Enríquez sobre losa mortuoria hoy libre de la reja que la cubría, convertida en puerta metálica de sacristía por sabiduría artesana del herrero de la localidad, tras ser abierta el 14 de julio de 1880 la sepultura que guardaba los cuerpos de Enrique y María.
Junto a la Iglesia, el sencillo palacio de los señores de Villalba, convertido hoy en Ayuntamiento, se alza sobre la belleza y galanura del campo charro, donde pastan reses de lidia entre encinares centenarios y ondulantes praderas en la templanza primaveral, refugio de singular territorio.
Y hasta aquí puedo contar, porque hay cosas que más vale guardar para evitar daños colaterales de quien con intenciones bondadosas, preparó un inculto desaguisado.