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11 – M

11 – M

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Eran las 7:37 h. del 11 de marzo de 2004, cuando explosionaron las tres primeras bombas asesinas, ocultas bajo los asientos del tren 21431 que se encontraba estacionado en la vía 2 de la estación de Atocha, convirtiéndose en macabro preludio de los otros siete artefactos que un grupo de vesánicos descerebrados dejaron abandonados en los trenes, llevándose por delante a 192 ciudadanos inofensivos, indefensos, inocentes y pacíficos.

Esta barbarie ha dado fama universal y eterna al numerónimo 11-M, como testimonio de cruel matanza irredimible, porque no hay Dios que perdone la salvajada realizada por animales pertenecientes a una raza todavía por definir, pues los depredadores, sabandijas y alimañas tienen más nobles sentimientos que los sanguinarios autores de semejante bestialidad.

Cuerpos partidos en pedazos, piernas diseminadas entre los raíles, brazos amputados colgando de los postes, luto de sangre en uniformes policiales, impotencia en manos de bomberos, huellas de locura en ropa de voluntarios y lágrimas negras en pupilas enrojecidas de dolor por la rabia contenida.

Vino luego el indigerible cóctel de la confusión formado por Titadine, Goma-2 Eco y datos erróneos que alimentaron teorías conspirativas no disueltas con las palabras del portavoz batasunero Arnaldo Otegui desvinculando totalmente a ETA de la masacre, ni canceladas con el comunicado que la propia ETA envió al diario Gara y a Euskal Telebista negando cualquier responsabilidad en el atentado, ni olvidadas con la sentencia judicial, que aún sobrevuelan como buitre negro de catástrofe entre los incrédulos.

Y, finalmente, el testimonio de un pueblo más reflexivo y maduro que sus dirigentes, sin que los mandamases se hayan dado por enterados y continúen insultando el sentido común de los ciudadanos que hacen cola en los colegios electorales, para gritarles una vez más en las urnas lo que no entendieron tras los detestables atentados de hace diez años.

Pero cientos de poetas anónimos desempolvaron el arpa dormida
bajo la corteza del dolor,
para cantar nanas redentoras de aflicción con arpegios solidarios, acompañando las almas
truncadas que tomaron el tren aquella mañana para ir al trabajo, ignorando la tragedia que les esperaba bajo los asientos.