CUENTO REAL
Érase un país muy lejano donde vivían sus habitantes amedrentados por las espuelas de un militar, sin poder decir lo que pensaban ni hacer lo que querían, hasta que el mandamás murió en la cama a causa de tercianas por el desgaste físico de cuarenta años de vigilia, dejando en el nuevo trono real a su hijo político, tras desterrar al padre de éste a las solapas de los libros de texto.
El nuevo rey, más sonriente y campechano que cualquiera de sus vasallos, subió al trono en zapatillas de esparto porque en el monedero apenas tenía tres maravedís sueltos heredados de su tataratarabuelo el “feloncillo”, dos céntimos de su abuelo el “picador” y el anillo dinástico que le robó a su padre el día de la coronación.
Este monarca de sangre azul y camisa nueva, gozó de la ayuda inestimable de un valido mutilado que terminó en la cárcel tras recorrer las monarquías del mundo con una hucha en la mano pidiendo limosnas y oro negro para su señor.
Fue a partir de entonces cuando el “salvador” tuvo los primeros ahorrillos y comenzó a comprarse zapatos sin miramiento con el dinero recaudado, hasta llenar de botas todas las habitaciones de palacio, que usaba para diferentes fines.
Así, se calzaba botas de caucho para cazar osos transilvánicos; de plástico para esquiar; de cuero para montar a caballo; de neopreno para navegar; y de gore-tex para viajar en moto de noche por las calles de la capital del reino con un casco en la cabeza, rumbo a lo desconocido.
No contento con la botería doméstica que inundaba las estancias palaciegas, quiso el rey comprar otras cosas de menor importancia como coches de lujo y yates afortunados, para lo que necesitó más dinero, mucho más dinero, que fue llegando a las arcas reales en “las cuatro estaciones” a través de quien era conde sin pertenecer a la aristocracia.
Y así, año tras año, el monarca se fue haciendo cada vez más y más rico, sin que los vasallos supieran de su buena fortuna porque las finanzas de palacio no deben conocerse en los patios donde las vecinas cantan coplas, para evitar que tiren agua sobre la ropa sucia tendida en las alfombras.
Tan rico, tan rico se hizo el pobre monarca que consiguió empapelar con billetes todas las rotativas de periódicos y pantallas de televisión, para que nadie supiera lo que sabía todo el mundo.
Pero hete aquí que un buen día su hija casó con un vasallo experto en lanzar balones llenos de aire contra un muñeco, sabiendo que el tirador acabaría lanzando pelotazos llenos de euros a sus cuentas corrientes.
Informado el rey de los lingotazos arrojados por el yerno a distancias kilométricas imposibles de medir con una cinta métrica, decidió sacrificarse por amor al pueblo, guardando silencio durante cinco años sobre ello, para que nadie sufriera ni sospechara de su complicidad, hasta que la mierda salpicó las paredes del palacio, sin darse cuenta que el silencio y la ocultación de hechos delictivos implica complicidad con el delincuente.