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SOMOS NÚMEROS

SOMOS NÚMEROS

Alguien dijo que los seres humanos somos aquello que comemos. No creo. También se ha dicho que somos animales dotados de razón, lo cual tampoco me parece muy acertado. Igualmente, me niego a compartir eso de que somos una realidad sustantiva o un sistema clausurado de notas psico-orgánicas. Me sorprende que alguien haya podido pensar que somos animales políticos aristotélicos o positivistas prácticos. Y tampoco voy a pronunciarme sobre la opinión del sherewsburyense, porque no me hace mucha gracia pensar que soy un primate venido a más.

Después de darle vueltas al tema, he llegado a la conclusión de que no somos más que números, y sólo números, interdependientes en una pegajosa retícula similar a un sudoku, que determina nuestra existencia.

Unos elementos tan simples, que aparecieron en el zurrón de los pastores hace treinta mil años para ayudarles a contar las ovejas, se han convertido con el paso del tiempo en la seña de identidad humana. Los números decidieron en su día apoderarse de nuestra personalidad, y vaya si lo han conseguido. Además, de tal usurpación no tienen culpa sus inventores, porque los babilonios ignoraban las consecuencias de lo que hacían cuando balbuceaban el alfabeto numérico que ha suplantado nuestros nombres.

Ni cuerpo, ni alma, ni esencia, ni razón. Somos simplemente números. El Gran Organizador Social se encarga de numerar nuestro calzado, nuestra ropa, nuestra casa, nuestro coche y nuestra tumba. Al nacer nos asigna el primer número en el paritorio. Acto seguido, otro diferente en el documento oficial que acredita nuestra llegada a este mundo numérico. En el colegio nos cambian de nuevo los guarismos. Y, por si esto fuera poco, nos asignan un número de ciudadano, otro de contribuyente, un tercero de funcionario y hasta el de trabajador. Números de cuentas bancarias, de  bases telemáticas, de tarjetas financieras y comerciales; de distritos postales y de teléfonos. Claves de acceso a controles financieros, a correos electrónicos, a llaves numéricas de portales urbanos y a cajas fuertes.

Nuestro nombre es un complemento decorativo que adorna el número que nos identifica. En comisaría nos piden el número de ciudadano; en Hacienda el número de identificación fiscal; en el club, el número de socio; en la biblioteca, el número de lector; en el archivo, el número de investigador; en el hospital, el número de la Seguridad Social; en el periódico, el número de suscriptor; en el comercio, el número de cliente; en la frontera, en número de pasaporte; y en el supermercado, el número de turno. Sí, porque en las colas hemos sido todos los números, y así nos identifica el pescadero cuando aparecen nuestros dígitos en el panel eléctrico, gritando: ¡el 24!

Dime cuántos guarismos tienes en la cuenta corriente y te diré quién eres. Declara el hándicap que tienes y sabré cómo juegas al golf. Háblame del número de caballos de potencia que tiene tu coche y te diré el tiempo que te falta para acabar en el centro de parapléjicos de Toledo. Expresa la altura que tienes y sabré si serás jugador de baloncesto. Menciona los kilos que pesas y te diré si necesitas una reducción de estómago. Confiesa el número de declaraciones de hacienda que revisas y adivinaré tu salario. Revela las pólizas de seguros que haces y sabré el futuro que te espera. Anuncia el número de calzado que gastas y te diré si vas a tener suerte en las rebajas. Divulga tus “medidas” y conoceré los metros de eslora del barco de tu amante, donde tomas el sol.

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Se ha dicho que los seres humanos somos aquello que comemos. No creo. También se da por cierto que somos animales dotados de razón, lo cual no parece muy acertado. Igualmente, me niego a compartir eso de que somos una realidad sustantiva o un sistema clausurado de notas psico-orgánicas. Me sorprende que alguien haya podido pensar que somos animales políticos aristotélicos o positivistas prácticos. Y tampoco voy a pronunciarme sobre la opinión del sherewsburyense, porque no me hace mucha gracia pensar que soy un primate venido a más.

Después de darle cientos de vueltas al tema, he llegado a la conclusión de que somos números, y sólo números, interdependientes en una pegajosa retícula similar a un sudoku, que determina nuestra existencia. Tal vez por eso no tenemos otra opción que resignarnos a ser el preso número nueve, aunque no nos hayan condenado todavía.

Unos elementos tan simples, que aparecieron en el zurrón de los pastores hace treinta mil años para ayudarles a contar las ovejas, se han convertido con el paso del tiempo en la seña de identidad humana. Los números decidieron en su día apoderarse de nuestra personalidad, y vaya si lo han conseguido. Además, de tal usurpación no tienen culpa sus inventores, porque los babilonios ignoraban las consecuencias de lo que hacían cuando balbuceaban el alfabeto numérico que ha suplantado nuestros nombres.

Ni cuerpo, ni alma, ni esencia, ni razón. Somos simplemente números. El Gran Organizador Social se encarga de numerar nuestro calzado, nuestra ropa, nuestra casa, nuestro coche y nuestra tumba. Al nacer nos asignan el primer número en el paritorio. Acto seguido, otro diferente en el documento oficial que acredita nuestra llegada a este mundo numérico. En el colegio nos cambian de nuevo los guarismos, y por si esto fuera poco, nos asignan un número de ciudadano, otro de contribuyente, un tercero de funcionario y hasta el de trabajador. Números de cuentas bancarias, de  bases telemáticas, de tarjetas financieras y comerciales; de distritos postales y de teléfonos. Claves de acceso a controles financieros, a correos electrónicos, a llaves numéricas de portales y a cajas fuertes.

Nuestro nombre es un complemento decorativo que adorna el número que nos identifica. En comisaría nos piden el número de ciudadano; en Hacienda el número de identificación fiscal; en el club, el número de socio; en la biblioteca, el número de lector; en el archivo, el número de investigador; en el hospital, el número de la Seguridad Social; en el periódico, el número de suscriptor; en el comercio, el número de cliente; en la frontera, en número de pasaporte; y en el supermercado, el número de turno. Sí, porque en las colas hemos sido todos los números, y así nos identifica el pescadero cuando aparecen nuestros dígitos en el panel eléctrico, gritando: ¡el24!

Dime cuantos guarismos tienes en la cuenta corriente y averiguaré como vives. Declara el hándicap que tienes y sabré como juegas al golf. Háblame de tu edad y del número de caballos de potencia del coche y anticiparé el tiempo que te falta para acabar en el centro de parapléjicos de Toledo. Expresa la altura que tienes y sabré si juegas al baloncesto. Menciona los kilos que pesas y te diré si necesitas una reducción de estómago. Confiesa tu declaración de hacienda y adivinaré si estás indignado. Revela las pólizas de seguros que tienes y sabré el futuro que te espera. Anuncia el número de calzado que gastas y te diré si vas a tener suerte en las rebajas. Divulga tus “medidas” y conoceré los metros de eslora del barco de tu amante, donde tomas el sol. El número que juegas a la lotería puedes evitarlo porque la suerte no está contigo.

Debemos recordar tantos números que no puedo deciros ahora la cantidad de los que tengo archivados en el disco neuronal de mi sesera. Y el futuro no pinta mejor, amigos, pues la salvación a todo ello pasa porque una enfermedad degenerativa del cerebro venga a
visitarnos y nos incapacite para el recuerdo, borrando de la memoria los innumerables guarismos con que nos han numerado a lo largo de la vida.