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MONARQUÍA NACIONAL

MONARQUÍA NACIONAL

La liquidación oficial de la 2ª República Española no se produjo el 18 de julio de 1936 con el golpe de Estado, sino en 1947 de la mano, puño y fusta del dictador, con la Ley de Sucesión, que declaraba a España como Estado constituido en el reino más singular que saberse pueda, puesto que carecía de rey. Forma de Estado ratificada en 1958 con la Ley de Principios Fundamentales, y en 1967 con la Ley Orgánica correspondiente. Bien.

El más tonto puede darse cuenta que esta monarquía del Movimiento Nacional era un atropello histórico consentido sin remisión posible por el legítimo depositario a la corona y el largo séquito de cortesanos desempleados de uno y otro bando.

Luego vino la imposición del heredero al excepcional trono recién creado. Proceso largo, lento e incierto debido a las discusiones internas que se traían entre manos las distintas familias franquistas sobre la persona del sucesor: Juan de Borbón, Juan Carlos de Borbón, Javier de Borbón Parma, Carlos Hugo de Borbón o Alfonso de Borbón Dampierre, hijo de Jaime, el segundo hijo de Alfonso XIII.

Por razones obvias, no contaba en las quinielas el hermano menor del futuro rey, porque Alfonso murió cuando a Juan Carlos se le disparó accidentalmente un revólver mientras jugaban en el desván de Villa Giralda, llevándose por delante al hermano.

Pero como el gran temor de Franco era que en España reinase una monarquía parlamentaria y liberal, liquidadora el franquismo después de su muerte, decidió proclamar ante las Cortes el 22 de julio de 1969 como sucesor del extraño reino, al nieto de Alfonso XIII, Juan Carlos. Militar amamantado a sus pechos durante años y compañero inseparable de las manifestaciones en la Plaza de Oriente, desfiles militares, misas en el Valle de los Caídos, inauguraciones oficiales y festejos varios.

Se fraccionaron entonces los políticos demócratas que estaban en las catacumbas, en dos grupos: los que consideraban a Juan Carlos elemento de continuidad franquista, y quienes veían en él la única posibilidad de alcanzar la democracia deseada.

Lo más curioso de la situación fue que tras el nombramiento del heredero a la corona, el padre de éste, es decir, el legítimo heredero mantuvo los derechos dinásticos y la jefatura de la Casa Real cedidos por su padre Alfonso XIII, hasta mayo de 1977 en que se produjo la cesión real, – con frustración y dolor de corazón -, a su hijo, el actual rey, legitimando así la sucesión a la nueva monarquía.

Es decir, que los españoles sufrimos un golpe de Estado que derrocó al régimen republicano legalmente constituido. Se nos impuso por ley una monarquía sin consultarnos. Se constituyó el país en reino, pero sin rey ni regente, con un militar como jefe del Estado. Se le negaron los derechos de sucesión a la corona al legítimo heredero. Y se nos impuso constitucionalmente un rey sin derechos dinásticos, que ahora preside el Estado entre el aplauso de todos los ciudadanos, la complicidad de los políticos y el silencio de los medios de comunicación, porque la inmadurez del pueblo exige la presencia de alguien que modere nuestros ímpetus.

REINO SIN REY

REINO SIN REY

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Dar un golpe de Estado llevándose por delante la voluntad ciudadana, provocar una salvaje guerra fratricida y ahogar las libertades de los leales al régimen derrocado, llevaba en el mismo lote contradicciones legales que nadie se atrevía a denunciar por insultantes que fueran. Esto sucedió en el franquismo, ocho años después de la vergonzosa derrota de los dos bandos, porque en las guerras sólo vence la sinrazón.

Tal contrasentido legal tuvo lugar en España hace sesenta y cuatro años cuando el 93 % de los votantes aprobaron en referéndum la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado durante el verano de 1947, que establecía en su primer artículo la concepción de España como unidad política de un Estado católico, social y representativo, que, de acuerdo con su tradición, se declaraba constituido en reino.

Pero fue un reinado muy singular, único y fraudulento, porque en tal reino no reinaría un rey, sino la persona que determinaba el segundo artículo otorgando la Jefatura del Estado al “Caudillo de España y de la Cruzada, Generalísimo de los Ejércitos, don Francisco Franco Bahamonde”.

Es decir, que los españoles de la época habitaban en un reino, sin rey, administrado por una cohorte de silenciosos monárquicos, reconvertidos por obra y gracia de los cañonazos en seguidores fieles de sí mismos, con el pretexto de apoyar al victorioso militar sublevado.

Muerto seis años antes Alfonso XIII en Roma, un dictador sin corona ni corte real, instauraría un extraño modelo de Estado ilegal que homologaron él y sus innumerables siervos e incondicionales beneficiarios del contradictorio régimen monárquico-dictatorial, recordando que también jugó a ello Miguel Primo de Rivera con el Borbón Alfonso, para justificar el sin sentido.

No obstante, tuvieron suerte los españoles con el modelo impuesto por el Generalísimo de los ejércitos de tierra, mar y aire, porque su lugarteniente Carrero Blanco intentó nombrar rey a Franco el 1 de octubre de 1942, siguiendo los pasos de Espartero, que fue Jefe de Estado regente durante la minoría de edad de Isabel II, gozando el honor de ser el único militar que ha recibido el tratamiento de Alteza Real.

De haber prosperado la idea del almirante asesinado, la madre de la concursista bailadora hubiera reinado en España junto a al garañón del marqués. Afortunadamente, – ¡qué cosas! – Franco se contentó con pasearse bajo palio por las alfombras religiosas, de iglesia en iglesia, como Santísimo sin corona.

En medio de tanta arbitrariedad, abuso, ignorancia, ilegalidad y confusionismo, el falangista Fernández Cuesta tuvo la inspiración necesaria para resolver la situación ante sus camaradas definiendo el régimen establecido como ¡reino republicano! Tampoco se quedó atrás el inventor del grito ¡Arriba España!, Rafael Sánchez Mazas, proponiendo que se trataba de una “monarquía guerrera”. Y el inefable fascista Ernesto Giménez Caballero calificó, el 29 de enero de 1942, la incalificable situación como “monarcato”, del que Franco fue Caudillo por la gracia de Dios, ante una Iglesia complacida, sin que nadie le haya pedido todavía explicaciones por ser tan graciosa.