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SERES INVISIBLES

SERES INVISIBLES

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Le contaba Glaucón a Sócrates, mientras paseaban de madrugada por las calles del Pireo, que un pastor encontró un anillo, lo insertó en su dedo y pasado un tiempo se dio cuenta que nadie le veía, porque aquel anillo mágico lo hacía invisible a los ojos de los vecinos.

Esta antigua historia nos explica por qué caminan a nuestro lado por las aceras tantas personas invisibles, con el anillo del olvido en el dedo sin que percibamos su presencia; por qué la justicia ignora su paradero; por qué el Parlamento no habla de ellos; y por qué las púrpuras los abandone a su mala fortuna.

Pero sabed que se cruzan con nosotros invisibles mujeres torturadas por sus parejas, que sufren castigo en el silencio de las alcobas.

Toman el autobús con nosotros invisibles homosexuales que reprimen en silencio sus preferencias sexuales, para evitar el desprecio.

Trabajan en la puerta de al lado inmigrantes sin papeles, que ocultan su identidad para evitar ser deportados a la miseria de sus países de origen.

Compartimos ascensores comerciales con meretrices que esconden la explotación de los proxenetas por temor a ser golpeadas y torturadas.

Tenemos en nuestras aulas niños invisibles que sufren abusos sexuales de repugnantes pederastas que lucen corbata y guante blanco.

Nos sentamos en los bancos municipales al lado de ancianos que comparten la soledad en la sala de espera del gran viaje sin que nadie les despida en el andén.

Estos y otros muchos seres humanos son invisibles a nuestros ojos porque la frecuencia con que emiten su radiación de dolor, no es registrada por nuestro receptor de sensibilidad.

DIÓGENES

DIÓGENES

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El filósofo de la escuela cínica Diógenes, vivió como vagabundo perdido en las calles de Atenas, haciendo de la pobreza virtud para consolar sus quebrantos, durmiendo de noche en una tinaja y caminando por el día descalzo entre las calles con un candil en la mano, buscando un hombre honesto en la ciudad, encontrándose sólo escombros.

Sus propiedades quedaban reducidas a un manto raído, un zurrón de pellejo con mendrugos de pan, el báculo donde apoyar su cuerpo y un cuenco para tomar agua de manantiales, que tuvo con él hasta que vio a un joven beber agua recogida en sus manos, y entonces abandonó la escudilla, diciendo: “Este muchacho me ha enseñado que todavía tengo cosas superfluas”.

Empeñado en llevar una vida virtuosa, alejó de sí todo lujo social y cuando veía a los ricos de su tiempo atesorando fortunas, rodeados de lujos, sobrados de placeres, hartos de festines y comprando esclavos, se decía: “¡Cuántas cosas hay en este mundo que no necesita Diógenes!”

La defensa incondicional de la autosuficiencia alejó al pensador de Sinope de los efímeros y falsos bienes materiales, consiguiendo eliminar todo deseo artificial, reduciendo al mínimos las apetencias que sus vecinos convertían en necesidades estériles despreciadas por este cínico virtuoso.

Fortalecía su moral con privaciones, llevando una vida natural apuntalada con dolor, rígidamente austera y alejada de aspiraciones materiales, negando que la sabiduría fuera patrimonio de las escuelas y estuviera ausente de la rusticidad popular, conocedora de secretos ignorados en las academias.

Este fundador del cosmopolitismo, terrícola de cuerpo entero, propuso hace 2.313 años la abolición de las fronteras, afirmando ser ciudadano del mundo y no de ciudad alguna concreta, porque todos los habitantes de la Tierra éramos vecinos compartiendo el mismo aire, idéntico Sol, igual muerte y similar vida.

Llamado por Platon “Sócrates delirante”, defendió la masturbación, afirmando: «¡Ojalá, frotándome el vientre, el hambre se extinguiera de una manera tan dócil!», mereciendo la burla de los atenienses, al tiempo que el temor a sus réplicas y el respeto a su compromiso real con aquello que predicaba el los foros populares.

SOCRATÍZATE

SOCRATÍZATE

La historia nos enseña que la muerte ha llevado a muchos revolucionarios a la vida eterna, haciendo su memoria inmortal en el recuerdo de la humanidad. Uno de los primeros en sacrificar su vida por la eternidad sin pretenderlo, fue Sócrates. Pensador ateniense que decía no saber nada, sabiéndolo todo, a quien los demócratas griegos pusieron cicuta en los labios.

Por negarse a colaborar con el régimen de los Treinta Tiranos, se vio envuelto en un juicio en plena restauración democrática bajo la doble acusación de no honrar a los dioses y corromper a la juventud. Acusación promovida por supuestos demócratas que portaban el cetro del poder, sin saber ejercerlo.

Al parecer, enseñaba a los jóvenes a vivir por encima de la ley si se trataba de salvar su vida, porque a un hombre honrado no hacía falta decirle lo que estaba bien o mal, pareciéndole a los dirigentes políticos muy peligroso que los ciudadanos estuvieran por encima de la ley.

Sócrates fue condenado a envenenarse después de evidenciar en su defensa la inconsistencia de los cargos que se le imputaban. Según relata Platón en la apología que dejó de su maestro, éste pudo haber eludido la condena pero aceptó la muerte por predicar la libertad y desechar leyes de personas corrompidas, llevándole su inconformismo a una lucha permanente contra la ignorancia del pueblo, sabiendo que el conocimiento llevaría a los ciudadanos a la libertad.

Antes de morir, cuando el tósigo estaba a punto de enfriar su corazón, pidió a su discípulo Critón que pagara a Asclepio el gallo que le debía, recordando a todos que no moría un ateniense, ni un griego, sino un ciudadano del mundo, que pidió siempre a los gobernantes no hacer algo que fuera vergonzoso en presencia de alguien o en secreto.