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EXILIO Y DESEXILIO CON BENEDETTI

EXILIO Y DESEXILIO CON BENEDETTI

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La separación de la tierra que nos vio nacer conduce al exilio por razones de distinta índole, aunque esta palabra se haya reservado a causas políticas, guardando el término emigración para referir el exilio derivado de la pobreza, el desempleo y la hambruna. Tal fue el caso del exilio republicano español o la falta de futuro en la década de los sesenta, que provocó el éxodo masivo de españoles.

Quienes hemos conocido el exilio en alguna de sus formas, sabemos que el desexilio llega a veces con el amargo sabor de la despatriación vecinal, pues al retornar, los paisanos identifican al exiliado como “el suizo”, “el francés”, “el alemán” o “el belga”, después de haber sido señalado durante años como “el español” por los vecinos en el país de acogida.

La nostalgia del terruño, y no de la patria, es la ocupación sentimental del exiliado,  apenas interesado por el himno nacional y la bandera. El que abandona la tierra madre lleva en su maleta la familia que le espera, los amigos escolares, la infancia perdida, la calle de sus juegos, los amores primerizos, el idioma materno, los pucheros domésticos, las canciones juveniles, la siesta, el chateo y la tertulia.

De todo esto hablaba hace hoy 28 años, la noche del 2 de octubre de 1984, con Mario Benedetti en la Rote Fabrik de Zurich, – según veo reflejado en mi diario de aquel tiempo -, el día que llevé a los alumnos a la conferencia que allí dio el escritor uruguayo, dirigida a la colonia de exiliados políticos acogidos en Suiza.

De forma imprevisible y generosa compartimos Mario y yo nuestro común exilio, aunque en mi caso fuera dorado y en el suyo forzado por la situación política de su país. Guardo con entrañable afecto, infinita nostalgia y redentor estímulo, las horas nocturnas de conversación, tabaco y vino, que pasamos juntos, agradeciéndole cuanto ofreció el veterano intelectual de sesenta y cuatro años a un joven profesor de treinta y cinco años que sostenía románticas esperanzas justicia social y democracia real que no llegaría a conocer en su vida.

Encuentro inolvidable que el azar ha puesto hoy en mis manos al hacer la revisión anual de “papeles” que guardo en mi retiro de Varykino, a punto ya de concluir con los frescores otoñales.

SILLONEO

SILLONEO

Buscan acomodo los triunfadores en sillones oficiales y se encadenan los perdedores en sillas del partido para mantener sus puestos en las próximas elecciones. Los que opinan con humor que el deporte nacional más practicado y exportado por los españoles es la siesta no están del todo acertados, porque también somos diestros en el chateo, el cotilleo, el chapuceo, y en un quinto deporte más penoso, delgado y flaco porque muerde pero no come, que es uno de los cánceres del alma política española.

Este nuevo deporte nacional heredado del franquismo por la democracia, se llama silloneo. Actividad que consiste en encadenarse a cualquier sillón oficial hasta que caiga la última hoja del calendario vital atribuido al político que lo practica.

Otra característica de quienes ejercitan tan singular deporte es el mariposeo floral. O sea, no importa la flor si el sillón es bueno. Estos polifacéticos atletas valen tanto para rotos como para descosidos. Lo importante es el asiento, no la tarea. Da igual una cosa que otra porque su voluntad de servicio no tiene límites. ¡Ah!, y si las cosas van mal en casa, se acomodan en despachos europeos a la espera de tiempos mejores, porque también hay eméritos sillones augustos para dinosaurios políticos.

Estos incombustibles mandatarios no quieren aceptar que las organizaciones necesitan ventilarse de vez en cuando para avanzar con frescura e ilusión. Los ignífugos no entienden de sustituciones para renovar el ánimo de los desencantados y despertar a los aletargados de las formas y estilos personales impuestos por la costumbre. Los sempiternos rechazan las ventajas de la alternancia en el poder, y no admiten que el relevo de las personas sea bueno y necesario porque la renovación beneficia a la organización y a los administrados. Los imperecederos no aceptan que otros puedan meter su cuchara en la tarta y temen a las corrientes de aire fresco, porque una mala gripe política pueda llevarlos a la cama del olvido.

Hay que pedir a los ciudadanos que rompan los frascos de formol, abran las latas de conserva y lleven los fósiles al museo. Hay que convencer a quienes apoyan el silloneo que nadie tiene imaginación suficiente para ilusionar durante años a sus vecinos. Que no es posible enarbolar la bandera del entusiasmo tanto tiempo. Que ningún mortal puede mantener a largo plazo la ilusión de la conquista diaria. Que la autocomplacencia es el atajo más directo a la rutinización. Que el inmovilismo costumbrista de las personas conduce a la parálisis de las instituciones. Que la renovación de las ideas pasa por la sustitución de las personas. Que el estancamiento en los cargos destila el mismo hedor que el agua putrefacta de los pozos ciegos. Que la perpetuación de personas en instituciones es un peligroso puente colgante que puede arrastrarlas al fondo de las aguas turbulentas que se precipitan por las torrenteras de la vida.

El conservadurismo ignora que las caras nuevas son un revulsivo contra la desgana. Que los nuevos gestos sacuden el sopor de la costumbre. Que las voces alternativas liberan de la apatía. Que lo desconocido alerta la inteligencia. En una palabra, que la renovación de las personas empuja contra el hastío a los dirigentes que pasan la vida aletargados en sus cargos, negando a otros la igualdad de oportunidades que predican en su ideario.