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RELOJ PROFÉTICO

RELOJ PROFÉTICO

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Cuando comienzan a llegarnos olores navideños en este otoño políticamente corrompido, traigo a mi bitácora el popular “reloj de la Puerta del Sol” o “de la Gobernación” que fue inaugurado por la borbona de los Tristes Destinos un día como hoy de 1866 con objeto de sustituir al envejecido reloj de la iglesia del Buen Suceso, sin saber la reina, ni el reloj, ni el relojero Losada, que tal cronómetro alcanzaría fama universal por las doce campanadas que cada Nochevieja marca el ritmo al que los españoles debemos ingerir doce uvas en feliz hermanamiento familiar, amistoso y vecinal.

Los errores de sus primeros pendulazos provocaron risas, críticas, caricaturas, bromas y proféticas coplas de los madrileños, como aquella que decía: Este reló tan fatal que hay en la Puerta del Sol, dijo un turco a un español, ¿por qué funciona tan mal? Y el turco con desparpajo contestó cual perro viejo: este reló es el espejo, del gobierno que hay debajo.

Desde hace más de ciento cuarenta años ocupa privilegiada atalaya en el kilómetro cero del país, dejando colgar su péndulo de tres metros y retrasándose cuatro segundos cada mes, mientras la bola sube por encima de la torreta bombardeada durante la barbarie incivil, dañando la esfera del reloj.

Sus señales horarias precedían a los diarios radiofónicos en la España franquista, como referencia obligada de hora oficial que debían adaptarse todos los relojes de muñeca o péndulos familiares campaneantes en los hogares, coincidiendo con las horas que el nocturno sereno cantaba.

No han faltado travesuras por parte del reloj a los ciudadanos, como el despiste que tuvo en 1928 dejando caer una de sus pesas sobre el despacho del ministro de Gobernación, o en 1989 confundiendo a la locutora con el anunció de cuartos cuando ya eran campanadas las que sonaban, o la prisa con que golpeó su badajo en 1996 atragantando a los hispanos que intentaban comer las uvas a velocidad inalcanzable.

NOSTALGIA NAVIDEÑA

NOSTALGIA NAVIDEÑA

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La felicitación de un amigo ha conmovido mi ánimo, equipando la nostalgia con botas de tachuelas y pantalones bombachos, cuando en la madurez de mi descreencia ya estaba apolillado el traje de la primera comunión, Papá Noel no había nacido todavía y el belén ocupaba todo el espacio sin hacerle sitio al árbol de Navidad.

Normalmente, los recuerdos se recuperan de la memoria, pero su entrañable carta me ha permitido recuperar nostalgias adolescentes de la desmemoria, donde habían quedado abandonadas hace tanto tiempo que ni siquiera puedo recordarlo.

Ay, amigos. Mis navidades fueron tan agridulces como las de este amigo, porque el territorio de nuestra adolescencia quedó asolado en la negrura del silencio, y me recuerdo un día como hoy pegado a la radio Invicta junto al abuelo, con un lapicero en la mano con el deseo de anotar el milagroso número que aliviara tanta deuda, cantado con la aguda voz de un niño huérfano también. Pero nunca tuvo la fortuna el detalle de pasar por casa, ni la delicadeza de saludarnos, aunque fuera con una pedrea. Tal vez nuestra bolita nunca estuvo en el bombo, haciendo imposible el milagro a pesar de las oraciones y velas que ponía la abuela junto a la imagen que pasaba de casa en casa dentro de una caja de madera, con olor a cera añeja y beaterío.

Las profesiones mendicantes aporreaban las aldabas domésticas felicitando las pascuas y pidiendo el aguinaldo para reparar las goteras que dejaba el escaso salario. Llamaba a la puerta el cartero, que entregaba las cartas en mano cada día llamando a los vecinos con un silbato. El basurero, que pasaba recogiendo los cubos que dejaban las mujeres en las puertas de las casas para echarlos a un carro tirado por caballerías. Y el entrañable sereno, vigilante nocturno de feliz memoria, que velaba nuestro sueño cantando las horas, mientras abría los portales a los rezagados. En cambio, al guardia urbano había que llevarle las botellas y los dulces a su lugar de trabajo, mientras ordenaba el tráfico en la plaza del Corrillo o Puerta de Zamora, con su casco blanco en la cabeza.

Pelaba el frío entre las rendijas del pasamontañas y los sabañones entumecían los dedos, sin que el brasero de cisco pudiera hacer otra cosa que atufarnos en torno a la camilla, hasta que alguien escarbaba sus brasas para echar una firma al rescoldo que se ocultaba bajo las cenizas, mientras el viento silbaba en las ventanas acompañando las panderetas y villancicos de los niños, que también pedíamos el aguinaldo por las casas.

Todos cantábamos, menos el pollo de corral que apuraba en el gallinero los últimos restos de comida antes de ser ajusticiado, desplumado, guisado y comido en buena noche, compartida con quienes llegaban de lejos, siempre tarde porque los trenes no tenían reloj ni paradero. Recuerdo las interminables horas de espera en la lúgubre cantina de la estación, viendo pasar a los maleteros con su gorra de plato y carretilla, llevando equipajes al autobús de Carita, que iba dejando viajeros por la ciudad.

También entonces, la llegada de otros familiares al refrigerio nocturno alteraba el orden de la casa, la posición de la mesa y la distribución de las sillas, pero no sonaban los teléfonos ni podía felicitarse a los ausentes porque siempre había al otro lado del hilo una operadora dispuesta a recordarnos que nuestra conferencia tenía una demora aproximada de tres horas.

Era inquietante el afanoso trajín de las mujeres durante toda la tarde en torno a la cocina de carbón, hasta que ponían sobre la naftalina de tela, manjares insospechados en los menús domésticos habituales. Y el taco de mazapán junto a las frutas escarchadas y polvorones. ¡Ah!, y los higos secos desposados con las nueces para formar deliciosos camanines, que empujábamos con sidra.

Después, terminaba la vigila navideña con la ceremonial misa en homenaje al gallo, tras escuchar el obligado discurso atiplado y monótono que las ondas entremetían en los hogares, apuntalando la oscilante y temblorosa mano que nos felicitaba con aburrimiento la Navidad y nos deseaba su paz.