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Etiqueta: San Pablo

DE NUEVO, LA IGLESIA

DE NUEVO, LA IGLESIA

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El punto débil de la Iglesia, su talón de Aquiles, la vía de agua que hace zozobrar la nave de San Pedro es que está inmersa en la sociedad que la sustenta formando parte de un engranaje que la atrapa, obligándola a mantenerse en pie asumiendo roles difíciles de conciliar con las exigencias de una doctrina basada en la defensa del débil, la eliminación de la pobreza y el amor al prójimo, como objetivos fundamentales, en medio de un colectivo humano materializado y mercantilizado, incapaz de sacrificarse por los demás, renunciar a beneficios propios a favor de los ajenos, alejado de la honradez como lema de conducta y apartado del servicio al prójimo como vocación irrenunciable.

La implicación de la Iglesia en asuntos mundanos, la obliga a mirar más de tejas abajo con los pies en la tierra, que vagabundeando por idílicas nubes doctrinales y compromisos evangélicos, perdida en aventuras terrenales humanas cercanas a la Banca Ambrosiana, privilegios fiscales, intrigas vaticanas, calenturas sexuales, políticos tedeums y bendiciones a benefactores sin pedigrí de compromiso cristiano.

Es una Iglesia valiente sobre el papel mojado para escribir su doctrina, pero sin compromiso real con sus predicaciones, como acredita el hecho de que su patrimonio sea incalculable, aunque muchos pretendan hacernos creer que es de la Humanidad, para que no afecte a sus principios, desde que Constantino decidió ponerla a la cabeza del mundo occidental.

No hablo de la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo, ni de la Iglesia ético-profética de los cristianos que se están dejando la piel al lado de organizaciones laicas que no necesitan cruces ni oraciones para dar su vida por los desfavorecidos. Me refiero en párrafos anteriores a la Iglesia estructura que maneja el poder en nombre Dios, para hacer de las capas pluviales mantones de manila y capas bejaranas.

SANTA CENA DEL JUEVES

SANTA CENA DEL JUEVES

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Vale la pena evocar la liturgia del Jueves Santo sólo por recordar el cuadro de la última cena que Leonardo nos dejó sobre la pared del  refectorio del convento dominico milanés de Santa Maria delle Grazie, donde la paz ilumina el sentimiento y la luz que se filtra por las ventanas pone notas musicales dulcificando el espíritu.

Nunca tuve sensación más placentera ante un cuadro como aquel mediodía estival en que accedí al comedor donde se encuentra la escena, quedando boquiabierto, mudo y sin respuesta, ante lo que presenciaban mis ojos, con asombro de belleza estética desconocida hasta entonces.

Dicen que la histórica cena evocada en el cuadro de Da Vinci tuvo lugar un miércoles, pero ningún cronista de la época nos ha dicho qué alimentos fueron manducados en ella ni el vino libado en la misma. Cabe suponer que seguirían la tradición judía degustando cordero puro y del año acompañado de pan y regado con vino, intercalado todo ello con amena tertulia y discurso de sobremesa.

De haber sido ese el menú, no faltamos a la verdad diciendo que fue una cena poco dietética y pesada, que exigiría después – como así fue – un paseo por el Monte de los Olivos para ayudar digerirla, donde al parecer pasó todo lo que dijeron los evangelista que pasó, confirmado por San Pablo a los corintios muchos años después.

En cambio, lo que sí se nos aclara, para sorpresa general, es que no se lavaron los comensales las manos antes de cenar, sino los pies. Fue el Mesías quien aseó las extremidades inferiores de sus seguidores para que aprendieran a hacerlo y lo repitieran entre ellos cuando Él no estuviera.

También ignoramos todo lo que hablaron durante la colación, pero las noticias que nos han llegado confirman que hubo despedidas, preaviso de traición de Judas, anticipo de negación de Pedro y encomienda del líder a sus seguidores para que repitieran el increíble milagro de transformar el pan en carne del paladín del amor, y el vino – tinto, claro – en su sangre, advirtiéndoles que no hicieran ascos a sus órdenes ni pensaran que trataba de canibalizarlos ni vampirizarlos porque era algo simbólico, ya que el pan mantendría su sabor ácimo y el vino conservaría su bouquet.

Sea como fuere, el Maestro pidió a sus seguidores sin reparos que repitieran la cena durante siglos y siglos, cuantas veces fuera posible en memoria suya, porque en el pan comerían su cuerpo y en el vino libarían su sangre. ¡….! Creando así el rito cristiano de “Acción de gracias” que los griegos llaman Eucharistia y los católicos “Sacramento del sacrificio del cuerpo y la sangre de Jesucristo”.

EL ABORTO Y LA IGLESIA

EL ABORTO Y LA IGLESIA

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Teorías filosóficas y opiniones científicas entremezcladas con propuestas de santos, han llevado a la Iglesia Católica de un sitio para otro desde hace 2013 años en relación con el aborto, considerando durante siglos que el feto no era persona, y mucho menos el embrión.

Los cristianos primitivos hacían caso a los estoicos y Empédocles, aceptando que el feto estaba en el útero como un fruto en el árbol, sin existencia propia, por lo que no debía considerarse sujeto moralmente significativo, a pesar de lo comentado por el hipotético San Pedro en su epístola apócrifa, lo escrito por Bernabé el amigo de San Pablo, o los testimonios de Atenágoras, Tertuliano y Basilio.

El mismísimo San Agustín admitía el aborto, al considerar que la animación del ser humano no era inmediata sino retardada, añadiendo que el aborto requería penitencia sólo como pecado sexual.

Ocho siglos después, Santo Tomas de Aquino estuvo de acuerdo con él, expresando que el aborto no era homicidio a menos que el feto tuviera ya un alma, algo que sucedía mucho después de la concepción, ya que como buen aristotélico afirmaba que el feto poseía inicialmente una alma vegetativa, luego un alma animal y finalmente un alma racional, cuando desarrollaba el cuerpo.

Resumiendo, hasta 1869 los teólogos consideraban que el feto no era un ser humano con alma humana hasta 40 días después de la concepción, lo que significaba que un aborto practicado antes de los 40 días no eliminaba una vida humana.

Fue a partir de 1917 cuando la Iglesia Católica estableció que el ser humano debía ser protegido desde la concepción, siendo Pío IX el primero que apoyó la idea, decretando en el Código Canónico que tanto la mujer que aborta como quienes la asistieran, serían excomulgados.

Por otro lado, la propia Iglesia establece que para ser persona hay que estar bautizado, recogiendo esto en el canon 96 del Código de Derecho Canónico: “Por el bautismo, el hombre se incorpora a la Iglesia de Cristo y se constituye persona en ella, con los deberes y derechos que son propios de los cristianos”. 

Actualmente, la Iglesia deja clara su postura a partir del 22 de febrero de 1987, cuando el Prefecto de Congregación para la Doctrina de la Fe, cardenal Joseph Ratzinger rubricó el documento Donum Vitae, afirmando que la vida de todo ser humano debía ser respetada desde el momento mismo de la concepción y nadie podía atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente. Esto dice ahora la Iglesia.