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TUNA DE RONDA

TUNA DE RONDA

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Proliferan los tunos y las tunas universitarias, donde algunas “tunas” ya se van colando entre los “tunos”, saliendo con garganta afinada, guitarras al hombro, bandurrias en bandolera, acordeones a la espalda, panderetas en las manos y banderas al viento, a rondar a las mozas y mozos casaderos, como ayer hacían por las calles salmantinas un puñado de jóvenes estudiantes luciendo capas negras y clavelitos en su corazón.

Los primeros tunos fueron “sopistas” de conventos, pícaros ambulantes y estudiantes pobres que cantaban al son de laúdes para mantenerse en las aulas, producto exclusivo de la marca España exportado a ritmo de charanga callejera a otras latitudes sin cobrar derechos de imagen por ello.

Los tunantes que juergueaban por la noche dieron el nombre a los tunos que picardían por las ciudades con nocturnidad eximente de toda culpabilidad derivada de los armónicos decibelios que rompen corazones sofocados por la agitación juvenil que estimula los esperados encuentros bajo las capas negras decoradas con recuerdos de corazones rotos.

Los tunos, tunan vagando por vía libre entre las calles, sin ataduras amorosas a los balcones que esperan la rondalla tras los visillos, buscando en la sobremesa de los banquetes de bodas donaciones de los padrinos, al tiempo que pasan la gorra entre los consumidores ociosos de las terrazas compartiendo los placeres otorgados por el dios Baco, sin rendir cuentas a los postores.

Noctámbulas voces erráticas y sin paradero que vagabundean por la ciudad con guitarras destempladas, cantando viejos repertorios de canciones coreadas por los oyentes que hacen corro en torno a los tunantes, mirando de reojo a las mozas embelesadas con los cantos de sirena entonados por los seductores coplistas.

Recuerdo de antiguos trovadores que rondaban a las mozas casaderas haciendo sonar salterios, bandurrias y cencerros al tiempo que cantaban coplas sancionadas por el Maestrescuela, pues en tiempos del floreciente Estudio las rondas nocturnas estaban penadas con ocho días de cárcel, cuando llegaban hasta las puertas de los conventos en los que alguna monja había despertado platónicos amores en el joven corazón de un estudiante pretencioso de su correspondencia e imposibles favores.

AGOSTO LUNAR

AGOSTO LUNAR

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Observo con gozosa nostalgia a dos jóvenes acariciándose en un banco municipal, ajenos al mundo exterior que los circunda, y recuerdo los amores furtivos estivales de mi primera adolescencia, cuando jugar al “escondite” por las callejas anochecidas del barrio era anticipo de la primera aventura amorosa, preludio de estremecimientos posteriores.

“Ronda, ronda, el que no se haya escondido, que se esconda”, cantaba quien se «quedaba», antes de salir al encuentro de los que nos escondíamos corriendo entre las calles hacia esquinas verdirrojas, donde encontrábamos consentidas faldas entre las sombras de las farolas que alumbraban el “fresco” de las tejuelas que congregaban los vecinos para aliviar la calima agosteña.

Bajo la bombilla desnuda brotaban confidencias, disimulados acercamientos, risas nerviosas, miradas furtivas y naturales deseos cumplidos al contraluz de la primera luna, testigo de la caricia consentida, distinguiendo por primera vez el rosa del azul en la efervescencia del primer encuentro con lo felizmente inesperado que milagreaba desconocidas palpitaciones.

Comenzaban entonces a lloviznar estrellas fugaces y constelaciones en las noches de agosto sobre los patios, sin que las amenazas de las sotanas pudieran evitar la irremediable derrota de las consignas religiosas y los confesionarios, porque el empuje de la sangre iba más lejos que las amenazas doctrinarias.

No era fácil hallar un rincón desocupado en el solar abandonado de la garita y menos aún eludir la vigilancia horadante de balcones y ventanas. Pero bastaba la ayuda de un guijarro para que las luces callejeras dejaran de ser cómplices de las persianas.

Pero la invasión de temores infundados y la penitencia sacramental del confesionario eran incapaces de acorralar las manos rendidas de cavilaciones, cuando los labios susurraban tímidos tres palabras y el brillo emocionado se incorporaba a las pupilas de la niña, obligándole a decir: “Quieto, tonto, que nos van a ver”, justo antes de que una voz inoportuna nos delatara: “Por Paco y Marisa, que están detrás de la tapia….”.