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SOLEDAD DE LOS EXPOLÍTICOS

SOLEDAD DE LOS EXPOLÍTICOS

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Los políticos desdiputados por las urnas son frustrados personajes que caminan por la ciudad de un lado para otro, sin rumbo fijo y perdidos. Cruzan la calle una y otra vez, como zombis perdidos en Saturno. Retroceden, dudan y avanzan. Simulan mirar un escaparate hablando con ellos mismos, porque son los únicos que les escuchan. Tropiezan con todo lo que encuentran a su paso, como si estuvieran ciegos, ensimismados y ausentes. Finalmente, se detienen fingiendo haber perdido algo muy apreciado y se ponen a buscarlo por el suelo, sin que los transeúntes les presten mínima atención.

Hartos de buscar el objeto perdido, se incorporan, alzan la cabeza y continúan su marcha como sonámbulos, con la vista perdida en un túnel interminable percibido sólo por ellos, mientras los viandantes pisan las sombras alargadas que dibujan sus cuerpos en la acera.

Viendo así a los políticos ausentes por imperativo democrático, no queda otra cosa que parafrasear al poeta romántico lamentando: ¡Dios mío, qué solos se quedan los expolíticos! ¡Qué solos, qué apartados y qué ignorados! Los mismos ciudadanos que antes les hacían pasillo, ahora caminan indiferentes a su lado sin volver la cabeza, salvo para recordarles con la mirada lo que ahora son. Acostumbrados a recibir cabezadas, son ellos quienes inclinan ahora la testuz buscando por el suelo los privilegios perdidos. Las palmadas en la espada se han tornado palmetazos; y los aplausos, palmas de tango festejando la devolución del toro a los corrales.

Tales expolíticos son apéndices que pasan ya desapercibidos en saraos, festejos, inauguraciones, ceremonias y procesiones. Han sido eliminados de cenas, cócteles, palcos, contrabarreras y balcones, y apenas recordados por los chóferes que les llevaban en coches oficiales de un sitio para otro. Ausentes de la vida, no disfrutan el merecido descanso del guerrero, ni el reconocimiento del sabio, porque su vida pública no merece otra cosa que el mismo olvido de los objetos inservibles que se amontonan en la penumbra de los desvanes, entre polvo, telarañas y roedores.

RIESGO DE NAUFRAGIO

RIESGO DE NAUFRAGIO

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Vivimos la aventura de la vida viajando juntos en un barco, rumbo a la estación término que a todos nos espera y sin posibilidad de obtener el billete de vuelta al punto de partida, por mucho empeño que pongamos en conseguirlo.

Viaje fugaz, irreversible, desconocido, sorprendente y fatal, para todos los embarcados en el cascarón de la vida, aunque algunos naveguen en camarotes de lujo, otros duerman en cubierta,  bastantes compartan la bodega con roedores, muchos trabajen de marineros y la mayoría ocupe las hamacas, manteniéndonos todos ellos a las órdenes del capitán, que a su vez obedece incondicionalmente al armador.

Todos los embarcados, – y embarcados estamos todos -, dependemos unos de otros, aunque los armadores, equipo de gobierno, orquesta de palmeros y ocupantes de opulentas suites, piensen lo contrario, creyendo erróneamente en salvaciones imposibles para ellos, si el barco se va a pique con la proa rumbo a la fosa abisal de la revolución popular.

El armador como dueño del dinero, y el capitán que dicta instrucciones a la marinería y pasajeros, deben saber que el barco donde navegamos puede naufragar y llevarnos al destino final, con fatales consecuencias para todos, incluidos armadores y patronos, porque si la nave se hunde en una revolución no habrá salvación para nadie.