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VERANO DEL CUARENTA Y DOS

VERANO DEL CUARENTA Y DOS

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Requerida la pasión por el rito iniciático más placentero que imaginarse pueda, declina también este verano el amor al requerimiento cálido de estelas marinas en anochecidas playas o refugios alpinos blanqueados con espuma de torrenteras, para saciar la sed de ternura compartida, en el encuentro profundo de dos almas con la novedad primera.

Experiencia reservada al eterno «verano del cuarenta y dos» que espera a muchos jóvenes estos días bajo la timidez inesperada de una caricia furtiva y el beso salobre de inocentes labios primerizos, silenciado por susurros ahogados en lugares desconocidos, sin sospechar que será inolvidable el momento, como imborrable ha sido para todos aquellos que pasamos gozosos por nuestro personal verano del cuarenta y dos, milagro de palpitaciones, tumulto de agitaciones, manojo de nervios y torpezas inevitables, propias de quienes ensayan por primera vez un placer que conmueve los sentidos.

Desde los inocentes casquetes polares de la infancia, descenderá de nuevo este verano la pasión al contorno de los cabellos, desplegando su aroma sobre la almohada azul de los años juveniles, sin esperar más prodigio que el advenimiento de la mayor alteración que la sangre, emergida en el encuentro furtivo del amor en los maizales de la vida.

Así es. De nuevo la entrega mutua se hará irremediable en la mocedad de los pañuelos de satén, condecorada por dedos luminosos con la diadema que sostiene como rehén un racimo de nuevos sentimientos, llegados del misterioso país de la felicidad, cuando la caricia en la piel provoque convulsiones anímicas y agitaciones corporales desconocidas hasta la culminación del escalofrío, tras el guiño del crepúsculo.

Comenzarán inesperadamente los deseos a trenzar fechas, nombres y proyectos, en melenas por peinar, y los corazones vivirán la abundancia de la aurora en los trigales, sin prevenir el advenimiento de lo inesperado tras el encuentro casual con la mitad de vida que les faltaba para completar el puzzle abandonado en los sueños de la infancia.

Por fin, la margarita descubrirá a la inocencia el secreto que guarda entre sus párpados, y responderá a los interrogantes con un poco de viento, antes que el azahar disipe temores verdecidos en estanques con dichosas lágrimas donde flotan pétalos felizmente hermanados, hasta producirse el portento milagroso de la intromisión en el santuario, consagrando el futuro al siempre incierto extramuros del encuentro.

Será entonces cuando el jazmín albaicinero retenga en su cáliz la savia que derramó la manzana al desflorarse, en espera de ser convocada por el silencio para prestar a los labios dos palabras, mientras el velo del misterio descubre a las miradas el bienestar de los cuerpos habitados en mutua pertenencia.

SANTA CENA DEL JUEVES

SANTA CENA DEL JUEVES

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Vale la pena evocar la liturgia del Jueves Santo sólo por recordar el cuadro de la última cena que Leonardo nos dejó sobre la pared del  refectorio del convento dominico milanés de Santa Maria delle Grazie, donde la paz ilumina el sentimiento y la luz que se filtra por las ventanas pone notas musicales dulcificando el espíritu.

Nunca tuve sensación más placentera ante un cuadro como aquel mediodía estival en que accedí al comedor donde se encuentra la escena, quedando boquiabierto, mudo y sin respuesta, ante lo que presenciaban mis ojos, con asombro de belleza estética desconocida hasta entonces.

Dicen que la histórica cena evocada en el cuadro de Da Vinci tuvo lugar un miércoles, pero ningún cronista de la época nos ha dicho qué alimentos fueron manducados en ella ni el vino libado en la misma. Cabe suponer que seguirían la tradición judía degustando cordero puro y del año acompañado de pan y regado con vino, intercalado todo ello con amena tertulia y discurso de sobremesa.

De haber sido ese el menú, no faltamos a la verdad diciendo que fue una cena poco dietética y pesada, que exigiría después – como así fue – un paseo por el Monte de los Olivos para ayudar digerirla, donde al parecer pasó todo lo que dijeron los evangelista que pasó, confirmado por San Pablo a los corintios muchos años después.

En cambio, lo que sí se nos aclara, para sorpresa general, es que no se lavaron los comensales las manos antes de cenar, sino los pies. Fue el Mesías quien aseó las extremidades inferiores de sus seguidores para que aprendieran a hacerlo y lo repitieran entre ellos cuando Él no estuviera.

También ignoramos todo lo que hablaron durante la colación, pero las noticias que nos han llegado confirman que hubo despedidas, preaviso de traición de Judas, anticipo de negación de Pedro y encomienda del líder a sus seguidores para que repitieran el increíble milagro de transformar el pan en carne del paladín del amor, y el vino – tinto, claro – en su sangre, advirtiéndoles que no hicieran ascos a sus órdenes ni pensaran que trataba de canibalizarlos ni vampirizarlos porque era algo simbólico, ya que el pan mantendría su sabor ácimo y el vino conservaría su bouquet.

Sea como fuere, el Maestro pidió a sus seguidores sin reparos que repitieran la cena durante siglos y siglos, cuantas veces fuera posible en memoria suya, porque en el pan comerían su cuerpo y en el vino libarían su sangre. ¡….! Creando así el rito cristiano de “Acción de gracias” que los griegos llaman Eucharistia y los católicos “Sacramento del sacrificio del cuerpo y la sangre de Jesucristo”.