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REYEZUELOS

REYEZUELOS

Ayer noche limpiamos bien los zapatos antes de ponerlos junto a la copita de licor y los dulces, para que la magia oriental dejara sobre ellos algunos regalos materiales, complacientes de pequeñas ambiciones inservibles, junto a crampones para subir la cuesta de enero que irá empinándose progresivamente a lo largo de todo el año 2012.

La ventaja de los reyes simbólicos sobre los privilegiados monarcas palaciegos, es que con su magia hacen regentes por una noche a todos los ciudadanos desengañados de credos infantiles. Pero lo malo de esta ilusoria concesión pasajera es que algunos seres humanos se la creen de verdad y prolongan su absolutismo más allá de esa mágica noche, convirtiéndose en reyezuelos de tres al cuarto, acostumbrados a mantener su pie sobre las personas que tienen bajo la suela del zapato, sin darse cuenta que la adicción al poder nunca podrá compensar su incompetencia congénita.

Estos reyezuelos representan la undécima plaga que la ira divina nos ha enviado, sabiendo que no tenemos a mano un moisés que nos libere de la tupida red de abuso que han trenzado sobre nosotros, infiltrando en el tejido social una contagiosa epidemia caracterizada por la presencia de taifas similares a quistes malignos imposibles de extirpar con las técnicas socioquirúrgicas actuales.

Se caracterizan estos soberanos sintéticos por hacer de su capa un sayo; de sus empleados, siervos; de su poder, doctrina; de su palabra, dogma; y del espacio que administran, su cortijo. Lectores empedernidos de una letrilla satírica quevediana, gustan de poner becerros dorados en los altares que custodian con minas antipersonas y misiles de largo alcance, para evitar que alguien le pegue un martillazo a su repleta hucha de barro cuando ellos deambulen insomnes por el valle de josaphat, hartos de sufrir desprecios en el recuerdo, y profanaciones en su tumba.

Vestidos de paisano, estos reyezuelos apenas son visibles por la calle, pero cuando se calzan las botas con espuelas y tacones sobreelevados, ejercen su apariencia de superhombres golpeando la dignidad de los subordinados. Marcan su territorio con orines, como hacen los perros. En camiseta y pantalón corto, dan pena. Sentados en el inodoro suscitan hilaridad. Pero cuando se ajustan la corbata, provocan miedo.

Debéis saber que estos profesionales del abuso y la demagogia utilizan un lenguaje propio y vocabulario menguado, porque su diccionario sólo tiene órdenes y exigencias. Infestan parlamentos, sedes episcopales, ayuntamientos, entidades bancarias, consejos de administración y gobiernos autonómicos. Y tienen grandes imitadores en las oficinas públicas, empresas, consultorios, juzgados, cuarteles, colegios y hogares, donde imponen su real voluntad a los claudicantes. Herederos directos de ziríes, tuyibíes y abadíes, intimidan al vecindario y compran la voluntad de los rebeldes con platos de lentejas o forzando sus intenciones con flechas envenenadas sobre el talón de quienes pisan la sombra que proyecta en el suelo el papiro o la fronda que refresca su rostro y el de los aduladores, ajenos al dolor y la miseria que les rodea.

Por eso, querido lector, este año voy a pedirle a Baltasar que se ocupe algo más de sus hermanos de raza. Especialmente de los que tiritan de frío cuando abandonan las pateras; de los que tienen que beber agua contaminada de las charcas para sobremorir; de los condenados a muerte por el maldito sida; de los niños que son un preciado alimento para las moscas; de los que se quedan insertados en las alambradas; de los que se hacinan en un centímetro cuadrado de superficie; y de los bienaventurados que lloran porque su hambre y sed de justicia amenaza con no saciarlos nunca.

Se lo tenemos que pedir a su majestad ante la pasividad de la Iglesia, más preocupada por blanquear su sepulcro, que por tapar rendijas en las chabolas. Y es que anda la jerarquía eclesiástica muy ocupada en administrar el oro; aromatizar con mirra las pancartas; y ahumar con incienso los despachos de quienes no merecen sus absoluciones penitenciales.