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APRENDIENDO A ENVEJECER

APRENDIENDO A ENVEJECER

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Se es niño sin pretenderlo, joven sin esfuerzo y adulto sin pensarlo, pero a la cuarta edad se llega con el diario de la vida escrito hasta la penúltima página, con casi todo aprendido y los exámenes aprobados, dispuestos a prepararnos para la prueba final que la vida nos pondrá, tras la convocatoria que nos hizo al traernos al mundo.

Toca, pues, aprender a envejecer con la salud menguada, pero con la ilusión de permanencia intacta hasta llegar a la última página de nuestro diario, goteando día a día momentos de felicidad en el camino hacia la estación término, para confundir a la parca que nos robará la sonrisa cuando un golpe desafortunado altere el ritmo de la sangre o el capricho del azar enloquezca las células bajo la piel que nos cubre.

Ahora toca poner de acuerdo estómago y cerebro para que no se interfieran en el camino a la felicidad. Es el momento de conciliar cuerpo y sentido, para que el primero no pida lo que el otro niega, y este compense la mengua de vigor. Deben unirse razones y razón para que el maridaje unifique los argumentos. Y conciliar deseo y posibilidades para no caer en el desánimo y la frustración.

En la antesala de la vejez toca recuperar el tiempo perdido en ambiciones decapitadas y metas sin futuro. Es hora de renunciar a provocaciones inútiles. Momento de rehusar a ilusiones imposibles. Ocasión de superar discrepancias estériles. Y oportunidad de abandonar quimeras inalcanzables, porque el tiempo apremia y la felicidad escasea.

Camino de la vejez no conviene perder energías en cuestiones que no merezcan el esfuerzo que demandan, sino de aprovechar la vitalidad que resta para hacer posible el milagro de gozar la vida nueva que comienza, sin pretenciosos sonsonetes para levantar el ánimo, aunque amanezca con las tres heridas del poeta: la del amor, la de la muerte y la de la vida.

SUPERSTICIOSOS, DEÍSTAS Y ESCÉPTICOS

SUPERSTICIOSOS, DEÍSTAS Y ESCÉPTICOS

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La clasificación en creyentes, ateos y agnósticos que habitualmente se hace para distinguir a quienes tienen fe de los que carecen de ella o declaran inaccesible su entendimiento al conocimiento de todo lo divino que trasciende la experiencia, tiene su réplica en el encasillamiento de seres humanos en supersticiosos, deístas y escépticos.

Pertenecerían al primer grupo quienes tienen creencias fetichistas contrarias a la razón, fe desmedida y certidumbres ajenas a la fe religiosa que dicen profesar, traducido en adoración de imágenes, veneración de ídolos ancestrales, intercambio de sacrificios por favores y beneficios, prosternación ante reliquias, conservación de amuletos, imploración a estampas, participación en ritos y atribución de explicaciones mágicas a fenómenos no explicados por la ciencia.

Los deístas reconocen la existencia de un ser superior creador del mundo, el universo y la naturaleza, pero sin admitir revelaciones divinas ni realizar cultos externos a la deidad que aceptan, reafirmando la existencia de Dios, creyendo en la inmortalidad del alma y aceptando complacidos las consecuencias de todo ello.

Finalmente, los escéptico profesan desconfianza y duda de supuestas verdades, afirmando que estas no existen, pero que si existiera casualmente, el ser humano sería incapaz de conocerlas, lo que al escéptico impide tomar partido por tales cuestiones, necesitando para ser virtuoso más motivos que el deísta y la razón que le falta al supersticioso, creyendo solo aquello que la razón y la experiencia ponen delante de sus sentidos.

VERSIONES DE LA VIDA

VERSIONES DE LA VIDA

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El origen, estado actual y devenir de la Tierra que habitamos no puede predecirse de manera categórica, única y cierta, porque la respuesta que puede darse depende esencialmente de los conocimientos, ideología y creencias de cada cual, como sucede con la muerte y otros aspectos de la existencia humana, desconocidos para nosotros.

Así ocurre, por la dificultad que tenemos para interpretar los hechos, debido al insuficiente conocimiento que atesoramos sobre nuestra procedencia, sobre la realidad que nos envuelve y sobre el futuro que nos espera, haciendo pensar a muchas personas en seres superiores que explican virtualmente todo, mientras otros vecinos piensan en realidades científicas objetivas o supuestas interpretaciones por evidenciar.

El colectivo de fieles creyentes en divinidades superiores, creadoras y administradoras de vidas, se consuela, gratifica y reconforta con la intervención de poderosos dioses que todo lo explican, desde el subjetivo prisma personal que les lleva a dar crédito a ciertos argumentos que repelen la razón que les ha otorgado el propio todopoderoso creador, que también concede pasaporte para la paradisíaca vida eterna.

En cambio, el grupo de seres racionales descreídos, rechaza aquello que la tradición le presenta como incuestionable, por ser para ellos intelectualmente incomprensible, lógicamente incoherente, ideológicamente desnaturalizado y doctrinalmente contradictorio, dejándose llevar por la ciencia hasta donde esta ha sido capaz de llegar, y absteniéndose de inventar respuestas para lo desconocido que repudien a su razón.

Personas de ambos colectivos conviven a veces en el mismo hogar, o son vecinos, tienen aficiones comunes, disfrutan juntos de la vida o comparten amistad, porque cuando el amor, la tolerancia y el respeto ganan su espacio en las relaciones humanas, los pensamientos divergentes no interfieren en la feliz convivencia de creyentes y descreídos.

GARGANTILLAS DE SAN BLAS

GARGANTILLAS DE SAN BLAS

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Los pueblos primitivos veneraban objetos materiales de culto popular, atribuyéndoles poderes curativos sobrenaturales, es decir, inexplicables para la razón humana, en los que ponían su fe, creyendo que aquellos fetiches hacían lo que nunca hicieron, porque era imposible que hicieran los milagros que los hechiceros les atribuían, engañando así a los crédulos que enriquecían embaucadores y aumentaban el poder de los taumaturgos.

Algunos charros de la tierra donde habito, mantienen la vieja tradición de anudarse hoy al cuello una cinta milagrera coloreada, en memoria de san Blas, – previamente bendecida por el cura parroquial, claro, para que funcione -, creyendo los candorosos creyentes que semejante amuleto les protegerá de las enfermedades de garganta que pudieran acecharles en estos días invernales.

Las gargantillas con la imagen del santo patrón Blas, deben mantenerse al cuello hasta el martes de carnaval y quemarse el miércoles de ceniza, para garantizar su efecto profiláctico, pues el ribete carece de propiedades curativas, como saben muy bien quienes sufren dolencias otorrinolaringológicas a pesar de rodear su cuello con el ficticio talismán multicolor.

Todo empezó cuando el médico Blas se aisló en una cueva del monte Argeus que convirtió en obispado turco de Sebaste y salvó a un niño que tenía clavada una espina en la garganta, antes de ser torturado por el emperador romano Licinio en el siglo IV, mereciendo el obispo ser recordado en el santoral el día 3 de febrero y subiendo a los altares croatas de Dubrovnik por los siglos de los siglos, amén.

RETORNO A LA INFANCIA

RETORNO A LA INFANCIA

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Ayer he renovado el imposible deseo de volver a la infancia y en ella permanecer soñando el resto de días que me faltan para alcanzar el eterno descanso que a todos nos espera, sin posibilidad de redención ni milagro que alivie el empeño de la vida en dejarnos abandonados al pairo del olvido.

Viendo la cara de los niños observando a Sus Majestades venidos de Oriente, con los ojos deslumbrados por el brillo de sus pupilas, pensaba en las virtudes que guarda la primera edad que todos abandonamos, cayendo en manos de la irreversible madurez que, por inmadura, nos impide madurar en el amor y la solidaridad.

Volver a la infancia nos permitiría someter la razón a la sinrazón de la esperanza, imposible para los adultos, llevándonos a pedir cosas imposibles y conseguirlas. A mantener la capacidad de asombro ante las pequeñas cosas de cada día. A ser crédulos de imposibles quimeras; veraces, sin la picardía que guarda la adolescencia; y bondadosos, sin la maldad reservada a los mayores.

Necesitamos la sencillez, ingenuidad e indulgencia de los niños, para abandonar penas y rencores acumulados, llevándonos el olvido a la reconciliación inmediata tras una riña con nuestra yunta doméstica o laboral.

Humildes como ellos, para saber que solos y sin ayuda de demás no llegaremos a parte alguna ni conseguiremos lo que buscamos. Crédulos para dormir el sueño de la vida dejándonos mecer por cuentos que nada tienen que ver con la realidad. Y confiados, como ellos, en el vecino mayor que nos visite, para declararle con desvergüenza y sin preocupación nuestros sentimientos.

No se trata de aniñarse, ni de achicarse, sino de ir en pos de aquello que se desea sin medir el peligro que se corre para conseguirlo.

¿No será el regreso a la infancia perdida el camino a seguir para recuperar la esperanza?