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EL HURTADOR DE RECUERDOS

EL HURTADOR DE RECUERDOS

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El futuro, que está por llegar, no permite conjetura alguna, ni el filo de una navaja lo separa del presente, porque éste es puente inapreciable que une pasado y porvenir, obligándonos a vivir de lo que fuimos y a soñar con la vida anhelada tras el efímero telón del presente que se hace futuro al abandonarse en el pasado.

Las vivencias son, pues, el rastro que dejan en la memoria los momentos vividos en sucesivos presentes, tan fugaces como las chispas de los fuegos fatuos que siempre están por nacer en sus virtuales llamas, sustituidas sin tiempo para gozarlas por cenizas que les dan muerte súbita, apagando su luz.

Pugnan en nuestra mente los recuerdos por mantener la frescura del momento en que sucedieron los hechos vividos, pero su lozanía se marchita al soplo inclemente del olvido, cleptómano de guante negro que nos roba de la memoria entrañables imágenes, palabras, melodías y personas, que nos gustaría conservar intactas en la cisura de Rolando.

Mantenemos cierto equilibrio entre remembranzas y extravíos, hasta que la desmemoria del luto se lleva las evocaciones al archivo del sueño eterno, sin solicitar permiso para el traslado, ni permitir el acceso a la hermética zona del olvido, donde guarda este gran hurtador de recuerdos cada instante de nuestra vida.

No por voluntad propia olvidamos, ni por antojo nuestro recordamos lo que ya duerme en el olvido. Ese descuidero de oficio que hurta de la memoria lo que desearíamos conservar, limpiando evocaciones para dejar espacio a nuevas recordaciones que descansan con nosotros en la cabecera de la memoria.

Cuando el olvido se torna protector, nos devuelve la sonrisa. Cuando aleja el llanto de los recuerdos dolorosos, nos reconforta. Cuando elimina las causas del insomnio, nos permite soñar. Pero cuando intenta borrar la indeleble huella de los que se fueron, refuerza nuestro recuerdo.

En todo caso, este ladrón de recuerdos custodia nuestra memoria encriptada  en su seno con indescifrables claves, impidiéndonos el acceso a la historia personal de cada cual, por mucho esfuerzo que hagamos en recordar hechos de la vida pasada, protagonizados por nosotros, desmemoriados ya por voluntad del olvido.

Dejadme deciros que nuestra verdadera muerte llegará cuando las personas que amamos, nos olviden. Cuando dejen de convivirnos en el recuerdo y el olvido les impida reencontrarnos. Es entonces cuando ciertamente moriremos sin que nadie lo sepa porque el olvido hará enmudecer el milagro de revivirnos en la memoria.

CÁTEDRA DE LA VIDA

CÁTEDRA DE LA VIDA

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No creáis que toda la sabiduría está en los libros y en las aulas, porque las páginas y la tarima no dan las lecciones de subsistencia que la vida ofrece, exigiéndonos muchas veces un peaje que agota nuestro fondo de esperanza dejando jirones en el alma, porque nos instruye a base de tropiezos, caídas y magulladuras en carne propia.

Quiero, simplemente, decir, que mi mejor maestra ha sido la vida, catedrática sin estudios ni concurso-oposición alguno, donde he aprendido que las ofensas personales perduran en el tiempo, aunque se profieran en momentos de ira.

He aprendido que no se debe volver a la tierra donde se fue feliz, porque nada será igual ni duradero, y efímero será el tiempo dichoso recuperado de la memoria. Que esperar lo mejor en el futuro conduce a desaprovechar los momentos de felicidad que pueda darnos el presente.

He aprendido que los muertos no pueden perdonar las ofensas que les hicimos en vida, tampoco pueden sonreír, ni agradecer favores recibidos. Que la vida es incertidumbre, el presente no existe, es irrecuperable el pasado y el futuro impredecible.

Y he podido comprobar finalmente que la vida va en serio y no puede hacerse un sayón con ella. Que acecha la decepción en cada esquina. Que la felicidad es escurridiza. Que el beso es nuestro mejor amigo. Que no vale de nada abrir caminos porque el tiempo borra las huellas. Que el aplauso y el silbido duermen juntos. Y que el amor puede salvarnos, aunque la muerte sea el único argumento de la vida.

APRECIO DE LO AUSENTE

APRECIO DE LO AUSENTE

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El aprecio de lo ausente y el desprecio a lo presente es una actitud humana universal muy generalizada, que afecta al comportamiento de ciertas personas en todas las latitudes, sin distinción de edad, sexo, cultura, riqueza o poder.

Estos seres aprecian la salud cuando la enfermedad llama a la puerta, por pequeña que sea la dolencia que los postra, aumentando proporcionalmente el aprecio al bienestar perdido cuanto mayor sea el malestar que afecta su salud.

Valoran la importancia del aire cuando éste les falta y su ausencia ahoga los pulmones, pero no lo tienen en cuenta en ninguna de las treinta mil inspiraciones que hacen cada día para sobrevivir gracias a él.

Tienen en cuenta el agua cuando la sed les reseca la lengua y la ausencia de manantiales predice la tragedia, pero hacen rutina inapreciable abrir el grifo doméstico para beber el líquido elemento ante la más leve llamada de la sed.

El cotidiano plato de comida en la mesa, pasa desapercibido para ellos por la usanza, y cobra su verdadera dimensión de subsistencia cuando les falta el pan de cada día y el hambre lleva sus pasos a los contenedores de basura y comedores sociales.

Sus quejas por las dificultades inherentes al trabajo diario, se transforman en lágrimas de impotencia y dolor en la cola del paro cuando el mercado laboral les cierra sus puertas y las ofertas de trabajo son quimeras sin futuro.

La costumbre al cariño familiar, a la palabra amable, al consejo oportuno, a la compañía diaria, a la lealtad incondicional y a la ayuda generosa, comienzan a valorarlo con devoción frustrada y fervoroso anhelo, a la vuelta del cementerio cuando abandonan entre los muertos a la persona amada.

Tenedlo en cuenta amigos, porque tras la despedida final de nada sirve salir con Marcel Proust de la mano en busca del tiempo perdido, ni se encuentra consuelo en el arrepentimiento por no haber hecho en la vida todo aquello que hubiera contribuido a la felicidad del difunto.