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¡VIVA LA PEPA!

¡VIVA LA PEPA!

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En plena Guerra de la Independencia, con la ciudad de Cádiz asediada por las tropas del emperador gabacho, bombardeada y sufriendo una epidemia de fiebre amarilla que diezmaba la población, se reunieron los intelectuales y políticos de la Junta Suprema Central para tomar las riendas del país, liquidar el antiguo régimen y abrir las puertas a una nueva organización del Estado.

Esto sucedió el 19 de marzo de 1812, cuando el Corte Inglés no había ordenado todavía la celebración de la jornada paterna y los “pepes” ya celebraban su santo, recordando al santo varón que aceptó complacido el embarazo de su mujer por obra y gracia de una espiritual paloma, sin decir palabra ni hacer caso a las murmuraciones de los vecinos.

En la “tacita de plata” agujereada por los disparos y perforada por bayonetas caladas, se reunieron los padres de la patria para dar a luz la primera Constitución española, – muy progresista ella para la época -, que basaba su doctrina en la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, como el heredero del abyecto “Indeseado” nos recordó en Nochebuena.

Carta Magna que consagraba derechos fundamentales como la libertad, la educación y la propiedad, al tiempo que separaba los poderes del Estado, proclamaba el sufragio universal masculino, establecía la monarquía constitucional y acababa con los señoríos.

Pero en los diez grandes Títulos de la Pepa no se reconocían derechos a las mujeres, se consagraba la confesionalidad católica del Estado, se prohibía cualquier otra religión y, lo que es más importante, el rey era rey “por la gracia de Dios”, un Dios muy gracioso y simpático que dos años después sentó en el trono al felonazo de Fernando VII, que se llevó por delante la pobre Pepa de una patada, para mantener el poder absoluto que la Constitución le negaba.

¡MUERA LA PEPA!

¡MUERA LA PEPA!

Eso, ¡muera la pepa!, ¡que muera!, y que muera ya de una vez. Pero no la Pepa constitucional que vitoreaban clandestinamente los liberales dos años después de votada la Carta Magna el 19 de marzo de 1812, para evitar que el abyecto felón del Fernando les cortara el gañote y arrojará a los pies de los Hijos de San Luis.

No, esa no. Esa que resucite hoy en España al cumplir los 200 años de su nacimiento, para orientar el camino de su hija póstuma nacida en 1978, que va por la piel de toro más perdida que Belén Esteban en una biblioteca.

¡Muera la pepa!, ¡pues claro! Pero la pepa del abuso y el desorden. La pepa que gobierna en los consejos de administración y en los despachos oficiales. La pepa del despilfarro, el descontrol y la impunidad. La pepa por la que trepan los indeseables sin escrúpulos, los que ascienden pisando a los demás como si fueran peldaños.

Esa pepa que no hace pupa al Papa. La pepa que baila con especuladores, que tima a jubilados, que explota a los subempleados, que amarga la vida a los parados y se sienta en la mesa a papear con pregoneros de la catástrofe.

Muera la pepa del bullanguero jolgorio institucional, del sonoro desbarajuste ministerial, de la preocupante incomprensión judicial, del aceitoso despotismo social, de la negra porra policial, del premeditado engaño contractual, de la frecuente manipulación colegial, de la indeseable reforma laboral, del calculado silencio episcopal y del excesivo abuso patronal.

Que muera la pepa, para que la Pepa pueda vivir.