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EL TREN DE LA INFANCIA

EL TREN DE LA INFANCIA

Un viaje en tren a Medina del Campo me ha llevado a los años de estraperlo, sabañones, dolor, cementerio y traje azul marino. Años de abandonar el desnutrido hogar familiar y marchar con la orfandad al hombro camino del colpicio, para restaurar en él penurias bajo la sombra amparadora de una acacia regada con lágrimas de infortunio en el patio central.

Idas y venidas, pasaporte en mano, a lomos de un cetáceo de hierro que esperaba sudando en la estación antes de dar un bufido anunciando su salida. Arranque lento, ceremonioso, entre quejidos de hierros y soplidos de vapor, previos al galope enloquecido sobre raíles, con un zarandeo que impedía la estabilidad a quienes recorrían sus entrañas revisando billetes para dar con los pícaros, y pidiendo carnets de identidad con la enseña policial detrás de la solapa, para trincar a “rojos” despistados.

Rodando hierro sobre hierro se acometían las trincheras tajadas en oteros, donde el ruido se hacía más ensordecedor como presagio de trueno y el ajetreo multiplicaba el estrépito, preludio de catástrofe. Todo el temor quedaba en la simple ceguera por la carbonilla que entraba en el compartimiento tiznando de puntos negros las camisas, cuando alguien se olvidaba subir la ventanilla, antes de introducirse la máquina en las fauces de la montaña a través del túnel arqueado con granito.


Soplaba y resoplaba el monstruo de acero en la planicie saludando con su columna de humo a los campesinos que agitaban pañuelos al viento asombrados de ver aquel prodigio trotar desenfrenado en la pradera, mientras ellos roturaban la tierra con yuntas de bueyes o recogían espigas en verano a golpe de hoz sobre las cañas.

Paradas interminables para calmar la sed del endriago. Incesante trasiego de viajeros. Asiento de tercera, con listones de madera que vareaban el cuerpo. Pan de hogaza con embutido, tortilla y torreznos compartidos a golpe de navaja, mientras pasaba de mano en mano alguna bota de vino, entre bromas, chascarrillos y anécdotas que amenizaban el viaje del huérfano cabizbajo en el camino de ida al colpicio, tornándose meses después en nerviosa celeridad del reloj al regresar esperanzado a la casa prometida de los abuelos.