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EL RIESGO DE DISCREPAR

EL RIESGO DE DISCREPAR

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El discrepante que vocea públicamente lo contrario a la opinión escrita en la peana de los patriarcas, corre el riesgo de acabar chamuscado en la hoguera, porque una de las asignaturas pendientes en este país es la incapacidad de los mandamases para aceptar críticas sinceras y honestas opiniones contrarias a las suyas.

Hoy se condena al discrepante, no se respetan voces ajenas, se imponen criterios con amenazas y se condena sin juicio a los opositores, porque no acabamos de aceptar palabras alternativas, impedidos por una prepotencia injustificada y sordera crónica, causas de la pandemia moral que se extiende por las cúpulas políticas, sociales, financieras y laborales.

En ellas se impone el sectarismo y son legión quienes declaran enemigos a los que no piensan como ellos, siendo tal actitud una forma sutil de inquisición que anula todo espacio para el encuentro, impide los acuerdos y cierra puertas al entendimiento.

Discrepar en este país tiene más peligro que caminar con los ojos vendados por un campo de minas, pues a la primera de cambio pintan con sangre de cordero el dintel de la puerta del discrepante, dejando claro que tiene más acogida el granuja adulador, que el crítico honrado.

Hablo del pensamiento divergente que acompaña a quienes ejercen el noble oficio de pensar, analizar la realidad y opinar sobre ella. Hablo de quienes refutan la autoridad, encausan arbitrariedades, contradicen al jefe, desvelan fechorías, impugnan decisiones injustas, condena abusos del amo, desatiende caprichos del director, rectifica al patrón o denuncia la incompetencia del poderoso.

Quienes realizan estas tareas han de estar dispuestos a recibir anatemas, a pagar el costoso tributo de la marginación, a sufrir venganza y a ser borrado de la fotografía por “moverse”, siendo estos críticos empujados hacia el despeñadero social por quienes van por la vida con un guijarro de la mano dispuestos a lapidar al primero que no esté de acuerdo con ellos, liquidando las discrepancias a sartenazos y colgando al disidente el sambenito, preludio de la pira inquisidora.

EL PRECIO DE LA CRÍTICA

EL PRECIO DE LA CRÍTICA

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La experiencia enseña que la victoria de David sobre Goliat es simplemente un cuento bíblico que nada tiene que ver con la realidad, porque el débil acaba siempre rodando por el suelo del sartenazo propinado por quien tiene la sartén por el mango, cuando el osado mequetrefe se atreve a criticar en voz alta la comida que pone en la mesa el cocinero.

Hemos de saber que el combate entre desiguales conduce a la derrota del desnutrido, porque la diferencia entre ambos se resuelve siempre a favor del corpulento, por mucho que el débil corra o se enrosque impotente en el rincón, mientras las represalias y el equipo de matones al servicio del patrón se encarga de hacerle callar.

Quienes han sufrido flagelaciones por criticar al mandamás, saben bien de qué hablo, pero quienes no hayan sido todavía abofeteados desde los sillones deben saber lo que sufre el crítico cuando un jefe se pone en jarras frente a él, apaleándole hasta dejarlo noqueado en el suelo, envuelto en la mayor  indefensión y lamiéndose las heridas con impotencia y frustración.

Sabed todos que la coz al aguijón concluye siempre con la cojera perpetua del ingenuo atrevido que pretende dañar el puntiagudo acero de la venganza contenida en el todopoderoso criticado, incapaz de tolerar el roce de la más leve insinuación contraria a sus deseos, actitudes, órdenes y dictados, terminando siempre con la ruina del monigote.

Pero sabed también que se puede convertir el castigo al censor en insomnio para el verdugo si los afectados por su despotismo mantienen unidas las fuerzas, porque la vileza de quien practica la represalia contra el crítico sólo merece el desprecio de la gente honrada y la lucha solidaria contra el déspota que hace sayos con las capas de los subordinados, fumigando a las personas que dicen palabras elevadas en decibelios críticos no autorizadas por quienes dominan la situación.

ACOSO LABORAL

ACOSO LABORAL

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El cobarde, injusto, abusivo y detestable acoso laboral del patrón a los subordinados, tiene como finalidad producir miedo en los trabajadores, para lograr el sometimiento incondicional de los asalariados a su voluntad o conseguir la renuncia de estos al puesto de trabajo.

Para alcanzar su objetivo, los acosadores utilizan sutiles métodos de hostigamiento y violencia psicológica, nunca siempre fáciles de demostrar, porque muchas agresiones se disfrazan con insinuaciones confusas, ambigüedades calculadas o amenazas privadas, sin testigos, ni grabaciones, ni documentos, que permitan demostrar el acoso, negado siempre por quienes lo practican.

El sueco Leymann optó en los años ochenta por llamar mobbing lo que no era más que persecución, dulcificando el término para limar las espinas de palabras como cazar, acorralar, cercar, intimidar o atenazar, que se clavan en el cuerpo y alma del 15 % de los trabajadores en activo, elevándose esta cifra en la mujeres.

Los jefes enmarcan el acoso en la legalidad, asignando al trabajador acosado objetivos difíciles de alcanzar, fijándole plazos imposibles de cumplir, dándole sobrecarga de tareas, rebajándolo de categoría profesional, modificándole sus responsabilidades, asignándole labores ingratas, discriminándolo en el trato personal, ninguneándolo, ocultándole información para inducirle al error, infravalorando su trabajo, bloqueando su carrera profesional o rechazando sistemáticamente sus ideas.

El acoso tiene su origen en causas muy diversas, que pueden ir desde la divergencia política, religiosa o sexual, hasta la negativa del trabajador a participar en acciones deshonestas, pasando por rebelarse ante la manipulación, tener otra nacionalidad o ponerse enfermo.

En todo caso, se trata de un abuso jerárquico que lleva al deterioro personal, desgaste profesional y quiebra psíquica del acosado, concluyendo en angustia, depresión, insomnio, irritabilidad, inseguridad, desestimación, quiebra familiar, paro y soledad irreparable, sin causa oficial que justifique la ruina personal del trabajador hostigado.

NO ME QUEDAN VESTIDURAS QUE RASGAR

NO ME QUEDAN VESTIDURAS QUE RASGAR

La pérdida de los derechos sociales conquistados tras muchos años de luchas y desvelos, obliga a recomenzar de nuevo el camino hacia la recuperación de lo perdido, aunque en ello dejemos juventud y canas en la gatera.

“Hemos vuelto al siglo XVIII”, me decía mi querido Juan con la indignación propia de quien está siendo testigo en primera línea del abuso y desprecio de una minoritaria clase dominante, que amenaza con devastar todo lo que se encuentra a su paso, como caballo de Atila disfrazado de pervertida democracia.

Al hijo de Juan nada le vale el título universitario que tiene para que le obliguen a perforar el suelo con un martillo neumático abriendo una zanja que nada tiene que ver con el oficio para el que le han contratado. O que le reconozca el patrón que tiene derecho a 15 días de vacaciones, pero que si los toma no vuelva por la oficina.

Peor beneficio ha tenido su mujer, licenciada en medicina, a quien le han aplicado al pie de la letra la reforma laboral, enviándola al paro de la noche a la mañana, sin indemnización alguna y después de llevar 23 años resolviendo los problemas sanitarios de la empresa propietaria de un borracho, al que tuvo que atender muchas veces para aliviarle la embriaguez crónica que padecía.

Triste estampa que hoy denuncio indignado en mi bitácora, convencido que cualquiera de los lectores podría referir casos semejantes de amigos o familiares que están pasando por situaciones análogas, sin rodearse el cuerpo de cartuchos y abrazar a los responsables de su desgracia, antes de explosionarlos, porque el cariño y apoyo de familiares y amigos amortigua la tragedia que les ha tocado vivir, sin tener culpa alguna en la desgracia.

HÉROES Y ASESINOS

HÉROES Y ASESINOS

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Al héroe y al cobarde no los separa el filo de una navaja, pero al héroe y al asesino los distingue el jefe que da la orden de matanza. Si el patrón tiene medallas en la pechera, el asesino se convierte en héroe por obra y gracia de la ley; pero si ordena la muerte alguien desprovisto de condecoraciones, el matarife es condenado por asesino.

Tal es el caso del exótico príncipe Enrique, nietísimo de su graciosa majestad Isabel II, que puede ser declarado héroe nacional de guerra por matar a un talibán en Afganistán, lugar donde se encuentra madurando este joven bebedor y juerguista, que se niega a llevar fotos de mamá Diana en la cartera militar.

La heroicidad de “Big H” ha consistido en disparar contra el afgano varios misiles desde un helicóptero Apache, cuando el talibán corría a campo abierto por la zona de Helmand, mientras el hijo de Carlos patrullaba con un grupo de amigos por aquellos parajes.

Acto heroico sin precedentes en la historia militar inglesa, en la que el heredero a la corona ha dado al pueblo un ejemplo de valentía, jugándose la vida mientras liquidaba una pulga a cañonazos para hacerse merecedor de condecoraciones y honores por parte de su abuela.

Lo que está en juego no es el asesinato, ni la “heroicidad” en acto de guerra, protagonizada por este miembro de la Familia Real, sino la legitimidad establecida legalmente y aceptada socialmente, que autoriza a rendir honores a quien mata en nombre de grandes palabras usadas como calderilla por los administradores de la paz. Los mismos que fabrican armas y las venden a quienes ponen en las dianas de sus mortíferas pantallas, antes de apretar el botón rojo de la consola, sin riesgo alguno para el matarife.